ARTE, GÉNERO Y FEMINISMO EN TORNO AL TRABAJO DE LOTTY ROSENFELD.

Conversación entre Mariairis Flores y Andrea Giunta.

Mariairis Flores: Lotty Rosenfeld fue una de las artistas seleccionadas en Radical Women: Latin American Art, 1960–1985, exposición que curaste junto con Cecilia Fajardo-Hill en el año 2017. Alrededor de 120 artistas conformaron el corpus y algo que tenían en común sus obras era la capacidad de tensionar el cuerpo para proponer nuevas estéticas, de desafiar los límites de lo propiamente artístico y de estar implicadas con el contexto político social complejo en el que producían. Estamos hablando de obras críticas y esa capacidad desde nuestro presente suele relacionarse con el feminismo, que entre las muchas cosas que puede ser, es también la posición historiográfica desde la que trabajas. En mi revisión de la vida y obra de Rosenfeld me interesa destacar que ella tuvo un vínculo activo –a través de Mujeres por la vida– con el Movimiento Feminista y de Mujeres de resistencia a la dictadura militar chilena y que su procedimiento inicial, el trazado de cruces sobre el pavimento, constituye un acto de desobediencia que invita a cuestionar todo lo establecido desde las jerarquías. Estas dos cuestiones, a mi juicio, habilitarían una perspectiva feminista. Me interesa destacar también que –en 1986– Nelly Richard analizaba su condición de “mujer e infractora”. Sin embargo, Rosenfeld no se reconoció públicamente como feminista y las escrituras críticas tampoco recurrieron a ese concepto. ¿A qué atribuirías esto y qué lectura feminista podrías proponer para su obra?

Andrea Giunta: Cuando se plantea la cuestión del estatuto y la agencia feminista de una artista es preciso recoger la voz de quien se autorepresenta en un campo cultural. Se trata de un dato que permite visualizar a quien conscientemente se ubicó en ese espacio. Pero muchas artistas no lo hicieron y eso no significa que no se autorepresentaran como parte de una formación que actuaba junto a otras mujeres por sus derechos. Y no sólo. También por la lucha contra una sociedad represora, tanto en relación con la estructura patriarcal del Estado en general, como contra el Estado dictatorial. Aquí quisiera introducir una diferenciación que proviene del estudio comparativo del arte realizado por mujeres artistas en América Latina que consideramos en los textos para el catálogo de la exposición Radical Women. En términos generales hay dos momentos claros en los que las mujeres artistas se vinculan al feminismo y se autorepresentan como artistas feministas. Argentina, entre fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, con la Unión Feminista Argentina, de la que participó, por ejemplo, la cineasta María Luisa Bemberg, con su film El mundo de la mujer (1972), un film irónico que ella vinculó al activismo feminista. El otro caso es Mónica Mayer en México, a fines de los años setenta, que luego integra con Maris Bustamante el colectivo Polvo de Gallina Negra en los años ochenta. Creo que son los dos ejemplos más claros. Pienso que las razones de esta no declaración de pertenecia al arte y al feminismo se vincula a un conjunto de razones. Por un lado, la limitación que el propio campo artístico plantea: si te representas como artista feminista, ¿eres menos artista?, ¿participas del arte desde una situación diferencial que erosiona el reconocimiento de la calidad de la obra? ¿sos artista feminista o viceversa? Crea un doble foco que muchas artistas mujeres buscaron evitar, pensando también en intervenir en un campo cultural, desde el arte, desde la obra. Otro factor tuvo que ver con la política, que sobre todo en contextos de emergencia revolucionaria colocó a las mujeres ante la disyuntiva de la militancia feminista o la militancia en formaciones o partidos de izquierda. Existió una incompresion de la problemática de género en las formaciones de izquierda que quedó magníficamente planteada en la intervención de Pedro Lemebel, Hablo por mi diferencia (1986). Un tercer factor es el que se vincula a la dificultad o imposibilidad de actuar orgánicamente en formaciones feministas durante las dictaduras latinoamericanas. La rearticulación de dicho activismo en Argentina se produce con el retorno de la democracia. Lo que propongo, por supuesto, simplifica una textura que fue muy matizada y llena de excepciones. Tampoco puede magnificarse un feminismo artístico internacional. La relación entre arte y feminismo desde los años sesenta se caracterizó por focos de emergencia más que como un movimiento o estilo generalizado. La vinculación es más clara y generalizada a partir de 2015, cuando con el movimiento feminista en México, Argentina, Polonia, Chile, y gran parte de América Latina, mucho más que en Europa o Estados Unidos, toma protagonismo un activismo masivo, que lucha por la legalización del aborto. El arte y la cultura se involucran en lo que puede considerarse, fundamentalmente por esa masividad, por el cuestionamiento del binarismo y el biologicismo, así como por un fuerte compromiso ambiental, como la cuarta ola del feminismo. Ahora bien, la obra de Lotty representa un acto de resistencia que ella realiza en forma solitaria y cuya interpretación y lectura es imposible fuera de un marco que considere también el lugar desde el que lo realiza: una mujer, sola, transgrediendo el orden urbano, repitiendo una misma acción durante una milla, en una ritualidad que involucra aspectos de sacrificio. Las imágenes de Lotty ante la cordillera, ante arquitecturas del poder de distintas partes del mundo, en el túnel que divide Chile de Argentina, en el checkpoint entre Alemania Occidental y Alemania Oriental, constituyen actos poderosos de resistencia, exacerbados por la magnitud del escenario y su oposición con quien lo realiza. Es imposible no interpretar este acto como una forma simbólica de resistencia cuyo poder proviene no solo de su arbitrariedad, de su singularidad, de la desproporción, sino también del hecho de que Lotty es una mujer con todo lo que ello implica en la relación de sojuzgamiento patriarcal. Ella pone en escena el otro lado del Estado autoritario, que es, en términos generales, el lugar de todo un pueblo regulado por la violencia del Estado dictatorial, pero también por las estructuras patriarcales que le dieron forma desde la constitución de la República. En tal sentido es absolutamente clara la desobediencia de Lotty, y en ella se vuelve central un análisis del poder que ella escenifica no solo desde el acto que realiza, sino también por ser un sujeto mujer. Entonces, no es determinante que Lotty se haya autorrepresentado como artista feminista. Su obra, como muy pocas, se erige en un lugar de resistencia feminista. No por desarrollar una agenda feminista específica en su obra, sino por confrontar con un acto simbólico que involucra su cuerpo (lo que importaun fuerte peligro) instituciones y espacios de poder. Sin duda coincido contigo en que el análisis de la obra de Lotty requiere de una perspectiva feminista, ya que como “mujer infractora”, en palabras de Nelly Richard, ella lleva adelante uno de los actos de rebelión, de insubordinación más radicales que se hayan realizado en términos de intervenciones simbólicas. Sobre todo si pensamos que en estas cruces está el NO+, poderoso signo que erosionó la dictadura y activó la salida democrática en Chile.

Mariairis Flores: Es muy importante lo que señalas respecto de que en las cruces se encuentra el NO+ en estado de potencia. Como mencioné anteriormente, Lotty Rosenfeld fue parte de Mujeres por la vida y como agrupación realizaron una serie de acciones relámpagos, que consistían en intervenir fugazmente el espacio público clausurado por la represión estatal. Una de ellas fue No me olvides (1988), que es de las más reconocidas y que consistió en distintas intervenciones en el espacio público. Tatiana Gaviola registró una de las protestas en que cientos de mujeres marcharon con una silueta negra a tamaño natural, la que tenía inscrita el nombre de algún detenidx desaparecidx con la pregunta: “¿ME OLVIDASTE? SI_ NO_”, en el contexto del plebiscito que definiría la continuidad de la dictadura. Las siluetas fueron diseñadas por Lotty Rosenfeld, no obstante, en esta acción no hay voluntad de obra. Las acciones de Mujeres por la vida son manifestaciones cargadas de creatividad, intervenciones estéticas que buscaban encontrar complicidad con lxs transeúntes, pero su espacio de circulación parece no ser el artístico (institucional). Algo similar sucede con el Siluetazo (1983), que resuena en la acción chilena, y por eso digo “parece no ser el artístico”, porque la historia nos ha demostrado que esos límites son difusos y permeables. Del mismo modo, las cruces como acto de resistencia, siguiendo tus palabras, siempre han estado pensadas para el espacio artístico. ¿Cómo interpretarías esa duplicidad que habilita un adentro/afuera y que al mismo tiempo establece vasos comunicantes?

Andrea Giunta: La acción con las siluetas es muy impactante. Cómo las llevan, las ubican, mientras los carabineros las destruyen. La relación con el Siluetazo es importante y remite a una relación entre las imágenes y las estrategias del activismo que construye un espacio, una zona de interrelaciones en América Latina, regional. Si bien en Argentina fue una acción, en principio, anónima, sí se han planteado problemas de autoría. Siendo en 1988 Lotty una artista ya establecida, conocida, remite a una ética distinta el que no haya hecho de una acción de activismo, de militancia por los derechos humanos, una cuestión autoral. Que haya dejado a un lado el narcisismo o el mercado para reafirmar lo colectivo. La cuestión que señalas es importante, y Lotty no es la única que desarrolló esta simultaneidad, de una obra propia y una obra colectiva vinculada al activismo. Incluso en el caso de Lotty habría que señalar también la obra en un colectivo artístico que también era activismo, como CADA, además de las acciones relámpago con Mujeres por la vida. Creo que aun cuando los símbolos migran, la cruz o el signo migró más. Cuando Lotty inscribe el signo en soledad, aunque acompañada por quien filma o fotografía, produce una acción mínima pero de consecuencias múltiples. No sé si podría agregar algo a lo mucho y bien que se ha escrito sobre esas millas de cruces que Lotty inscribió en diversos escenarios atravesados por el poder, por la tensión política, o en espacios como la ruta y la cordillera, que reconfirman, subrayan la soledad. Pienso que en esa cruz hay algo también de sutura, de costura, de herida, de textil, si pensamos en el bordado en punto cruz. Es decir, es un gesto simple que podemos desplegar de infinitas maneras. Al mismo tiempo, la mezcla de urgencia, la necesidad de hacer algo para oponerse de mil maneras al contexto violento de la dictadura, debía obrar en ella como un motor constante. Hay acciones de CADA como Ay Sudamérica (1981), que requirieron una logística compleja, fueron como un atentado simbólico, involucraron secreto, espionaje, osadía, valor. Vista desde Argentina fue siempre una acción extrema. Pienso que Lotty buscaba actuar en todos los frentes posibles, y que tenía parte de su pensamiento, de su imaginación, puestos en concebir acciones de resistencia. Sola o junto a colectivos de arte o a agrupaciones políticas. Una resistencia capaz de expandirse en distintos escenarios.

Mariairis Flores: En el trabajo colectivo – ya sea con el CADA o Mujeres por la vida– Lotty tenía como compañera a Diamela Eltit. A lo colectivo se suma la dupla, ya que realizaron una serie de colaboraciones que se tradujeron en obra, pero también en trabajos “profesionales” para la subsistencia. Esta dimensión cómplice entre ambas es uno de los núcleos que conforman la curaduría de su retrospectiva propuesta por Nelly. El 2005, ya con 25 años de trabajo conjunto, Diamela escribió un texto acerca de este vínculo que tituló “Co-Laborar” y allí planteó: “Sin embargo, lo más importante es que entre Lotty Rosenfeld y yo se estableció una práctica, un procedimiento ya asentado que nos ha permitido ejercitar una creatividad en donde nada es exactamente de cada una, porque lo de cada una se rearticula y se pierde y se diluye y lo único que resta es cómo surge una producción cuyo efecto ambivalente resulta tan ajeno y tan cercano”. ¿Cuál es para ti la potencia que tiene este modo de trabajo? ¿Cómo ves los efectos que tiene en el campo artístico ese efecto ambivalente que menciona Diamela?

Andrea Giunta: Qué hermosa la cita de Diamela. Quiero compartir contigo que cuando estábamos preparando Radical Women, en un viaje de investigación, fui a almorzar con ambas a la casa de Lotty. Y no fue un hecho menor. La conversación con esas dos mujeres inmensas, trozos de esa historia de resistencia con la que palpité reconstruyendo Ay Sudamérica o explicando Lumpérica (1983) en las clases, tratando de transmitir los conceptos y la riqueza emocional de los escenarios que se definen en esas obras-intervenciones, esa conversación, ese encuentro, fueron ciertamente especiales. Ellas preguntaban. Y sentía que tenía que explicar muy bien lo que buscábamos con esa exposición porque ellas representaban la opinión más valiosa que podía imaginar sobre el proyecto. Una sensación semejante a la que tenía en las conversaciones intensas en casa de Nelly, con ella a contraluz, mientras me preguntaba sobre todos los temas que quería actualizar. Imposible no sentir esa fortaleza, la coordinación entre Lotty y Diamela. Y Nelly. En las palabras estaba la intensidad de lo que conversaron durante muchos años. Ese modo implacable de descomponer las formas en las que se articulan las tramas de una situación. En ese almuerzo no sobraron las palabras. Lotty era exacta en el uso de la palabra. Cada elemento del proyecto se analizaba. Y ese fragmento de tiempo, esa comida -recuerdo el sol del mediodía, la mesa larga, y no más, porque era difícil atender a los detalles en ese momento en el que cada palabra contaba-, por supuesto que permite pensar en las muchas conversaciones que mantuvieron y en sus complicidades. Retomo la frase de Diamela que vuelve a disolver, de algún modo, la autoría. Una forma asamblearia entre dos mujeres que se definen y se desdibujan en la colaboración. Y me pregunto qué parte de esa experiencia, que se habrá consolidado en CADA, ya que no sé, exactamente, cuándo se conocieron Lotty y Diamela, pasó, de algún modo, a Mujeres por la vida, como deja ver el documental Hoy y no mañana (2018) cuando habla Lotty y da cuenta de las interrelaciones entre ella, CADA, Patricia Duque, “amiga de la vida” y el encuentro de diez mil mujeres en el Caupolicán, para el que Lotty hace la escenografía. Se produce así el tránsito entre la amistad entre dos mujeres a la acción coordinada entre miles. Las relaciones interpersonales, las amistades, son una escuela. Y el movimiento de mujeres, su coordinación, el recurso a estrategias tan diversas, se comprende en ese fluir entre lo cotidiano y la acción ciudadana, que hace visible los lenguajes que se tramaron en conversaciones o gestos mínimos. Se ve en el documental la escucha, el crochet, el megáfono, la confrontación a los carabineros, la relación entre lo cotidiano y lo épico, la relación entre la cruz, el bordado, el zurcido, la venda, el signo, y el traspaso al espacio urbano, al escenario monumental de la cordillera, a la marcha, a la consigna que actuó de anclaje en el referendum. Con el NO+ del CADA se irrumpía en el Mapocho, en e centro de Santiago, o en el estadio. Acciones relámpago que en las noches se multiplicaban en rayados en los muros, en piedras, no+ dictadura, no+ muerte, no+ presas. Las consignas de Mujeres por la vida, enfatiza Lotty en el documental, fueron de ambas, “entre las dos las hemos inventado”. Compartieron, también el peligro. El no + en el estadio nacional, un operativo de mujeres coordinadas que compusieron las letras y el signo, cada una con un fragmento, cada una ocupando un asiento, cada una desplegando el signo en el estadio repleto. Lotty, Diamela, un amigo, estaban sacando fotos, filmando, y unos sujetos de civil les arrancaron los rollos de las cámaras. Recordemos que en Chile se prohibió la fotografía. El poder y el peligro de la imagen. Realizar la acción era tan peligroso como registrarla. En las acciones se lee “Movimiento feminista, democracia ahora”. Entonces, volviendo al comienzo, si Lotty dijo o no soy feminista, deja de ser una cuestión importante, porque Lotty pensó, actuó, activó la política contra la dictadura desde el arte, desde el colectivo CADA, y también desde las formaciones feministas. Y esos vasos comunicantes entre la casa y la calle, entre la socialidad de dos mujeres conversando, cooperando en las tareas de cuidado, compartiendo responsabilidades, pensando y creando juntas, esa dinámica natural, pasó a la organización de un movimiento de resistencia de mujeres. La presencia de Lotty y de Diamela, sumaban un pensamiento sobre la eficacia de los signos visuales y de la escritura opaca, ambas estallantes. La milla de cruces en Lotty, la plaza de Lumpérica en Diamela. Dice Kena Lorenzini en el documental que “las mujeres derrocaron la dictadura”. Y arriesgaron en cada acto. Cuando Kena apaga con una toalla mojada la antorcha de la Llave de la libertad, ese fuego eterno que Pinochet hizo encender para celebrar el segundo año de la dictadura, en la foto en la que se ve como la llevan presa, detrás se recorta Lotty, tratando de liberarla. La acción de las siluetas, de las mil siluetas con los nombres de muertos y desaparecidos, llamando a no olvidar, es una acción que funde en una imagen magnífica el coraje del movimiento de mujeres del que Lotty fue parte.

Mariairis Flores: Dentro del campo artístico chileno Lotty es reconocida como pionera del videoarte. La grabación de sus acciones fue el material que le permitió generar nuevas obras, no se trata del simple registro, sino que de construir nuevas piezas en las que el trazado de las cruces puede ser resignificado. Las imágenes y su superposición son fundamentales en su trabajo, mediante el contacto de materiales aquello que estaba hecho adquiere sentidos inéditos. Una característica de sus videos es el movimiento de las imágenes, primero desde la edición y, desde los 2000, ese movimiento se traspasa al dispositivo de reproducción, esto Lotty lo denomina como “multiproyecciones”. En latinoamérica hay otras videastas que son contemporáneas a Lotty como Leticia Parente, Anna Bella Geiger, Narcisa Hirsch o María Luisa Bemberg, si hacemos el ejercicio de vincular los trabajos de estas artistas, ya sea desde lo temático o lo procedimental y considerando que los contextos latinoamericanos tienen puntos comunes, ¿sería posible –a tu juicio– encontrar líneas de continuidad o divergencia?

Andrea Giunta: Es cierto lo que señalas. Recuerdo Moción de orden cuando se presentó en el Museo Nacional de Bellas Artes de Argentina en 2002. Recuerdo que me sorprendió la forma multifocal de proyectar el video en el espacio, exacerbando el impacto que producían las líneas de hormigas amplificadas. No sé si compararía a Lotty con Bemberg, cuyos films de los años setenta están claramente vinculados a la agenda militante del feminismo de segunda ola, y cuya filmografía posterior es narrativa y ficcional. Pero si es interesante pensar a Lotty en relación con los procesos fílmicos de Narcisa Hirsch. Encuentro al menos dos sentidos desde los cuales vincularlas. Ambas trabajan en forma insistente sobre un archivo. En Lotty es un archivo que reactualiza en una nueva performance, en Narcisa es un archivo fílmico cuyos fragmentos ella reutiliza, a tal punto, que por momentos confunde. Comparten otro aspecto. Ambas trabajan sobre el archivo de un modo infinito. Las cruces de Lotty podrían continuar y continuar, y los videos de Narcisa nunca se cerraban. Trabajar sobre su obra era dificil porque continuaba trabajando el film en versiones sucesivas, nunca estaba lista la definitiva. Ahora sí, Narcisa, con más de noventa años, ha dejado descansar a sus obras. Por otra parte, ambas experimentaron con los procesos de proyección. Recordemos la robótica con la que se proyectó la obra de Lotty (una nueva obra en la que se condensaban las otras) durante la bienal de Venecia, cuando representó a Chile junto con Paz Errázuriz, en el envío curado por Nelly Richard. La imagen rotaba y se proyectaba a distintas alturas, sobre el techo, sobre el piso. Así lo recuerdo. Y Narcisa también experimentó con la proyección. Sus films fueron digitalizados, y ella proyectaba los dos soportes superpuestos. El registro digital se aceleraba microsegundos, y en tanto avanzaba el film en super 8 o en 16mm la imagen superpuesta se desajustaba. Creo que ambas exploran ese desajuste de la imagen, esa observación del hiato, del desvío, como una respiración técnica que introduce un enigma, un resplandor semántico. Hiatos mínimos, desajustes que ondicionan una visión alterada. Producen un estado de expectación particular, que involucra la observación no sólo por lo que se representa sino por el cómo. La atención es desviada del tema y provoca una tarea mental de ajuste de lo que se presenta espacialmente sublevado. 

Si pienso en Leticia Parente por supuesto tengo que referirme a sus bordados / suturas / costuras / horadaciones en la piel, cuando ella cose las palabras Made in Brazil con aguja e hilo en la gruesa piel de la planta del pie. Ella escribe palabras en el cuerpo con una acción impresionante, violenta, que genera una frase que mentalmente hay que completar. La violencia de la dictadura también fue un producto realizado en Brasil, lo contrario del progreso y el futuro que el Brasil desarrollista celebra y que redobla en la bandera del país. Lotty también cose, también involucra el cuerpo, también remite a la violencia de la dictadura en Chile, no con una frase, pero sí con un signo que condensa con claridad aquello que se experimentaba cada día pero de lo que no era posible hablar. Leticia lo hace con una acción en un espacio interior. Lotty en los espacios atravesados por el poder que genera dictaduras, represión, muerte, violencia. En cuanto a Anna Bella Geiger, pienso que podemos vincular su video Mapas Elementares (1976) cuando ella dibuja el mapa del mundo, de espaldas a la cámara, mientras se escucha la canción de Chico Buarque Meu caro amigo, y ella produce una activación del mapa, del mundo, del Brasil, que entran en una relación de yuxtaposición bechtiana para alcanzar una evocación política. Lotty traza con sus cruces un mapa en y del mundo. Es un tema importante analizar estas propuestas en forma comparativa, siento que apenas puedo ahora trazar algunas líneas, pero es un tema para desarrollar.

Mariairis Flores: Finalmente, hay una cuestión que me inquieta respecto de la noción de ser pionera. Desde una perspectiva historiográfica este sería un dato que consignar, no obstante “ser la primera” se asemeja a criterios como el de calidad, propio también de otras esferas valorativas como lo es el mercado, por ejemplo. Para el mercado “ser la primera” es un valor ensimismo, mientras que para la historiografía implica establecer relaciones genealógicas, especialmente en el campo de las experimentaciones contemporáneas. Ahora, me interesa pensar esta noción desde los feminismos ¿Cómo crees podríamos problematizarla?

Andrea Giunta: Lo primero que te diría, con un poco de ironía, es que hemos escuchado tanto la palabra genio aplicada a los varones (genia no suena bien, es un neologismo) que escuchar la de pionera tan aplicada a las artistas mujeres, sobre todo desde los años sesenta, es casi un acto de justicia adjetiva. En principio no me molesta. Pero claro que es absolutamente reductivo. Cuando decimos que es pionera simplificamos la complejidad de las operaciones sutiles de sentido, en una palabra. Realmente, yo no uso la palabra pionera. Por las mismas razones que a vos te inquietan. Creo que más relevante que adjetivar y clasificar es abocarse al estudio, al análisis detallado de las operaciones de sentido que se producen en sus obras. Además, cuando decís “pionera” ponés en escena una cuestión cronológica. ¿Lo hizo primero? Parecería necesario demostrarlo. Un trabajo historiográfico que simplifica la complejidad de las propuestas de Lotty. Lo que conversamos hasta aquí fundamenta el lugar crucial de Lotty en el arte de Chile y en el arte latinoamericano. Ella desarrolla un signo que, como pocas veces sucede, se inscribió en la práctica social. El acto solitario que Lotty repetía se multiplicó en las calles. Cambió los escenarios. Y desde un signo repetido, simple, propuso un mapa del poder mundial. Hemos leído y escrito textos complejos, Lotty provocó un pensamiento crítico desde una imagen y un acto. Más que reducirla al lugar de una pionera creo que a ambas nos interesa señalar la productividad que su acción tiene en el presente. Las consecuencias políticas y poéticas que una cruz, una suma, una costura, un signo, tienen para el pensamiento sobre el arte hoy.

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ACTIVAR LA IMAGINACIÓN CRÍTICA EN TORNO A LOS SIGNOS

Autora: Nelly Richard

De una sola línea
Lotty Rosenfeld resolvió intervenir los ejes de calzada trazados en el pavimento en plena dictadura militar, desplegando así una inédita reflexión sobre los signos y sus codificaciones de poder justo cuando el arte de oposición y resistencia en Chile debió enfrentar con astucia reflexiva y potencia creativa las máquinas de persecución, miedo y censura que controlaban el país. Esto ocurrió en 1979 con su primera acción de arte titulada Una milla de cruces en el pavimiento que modificó las líneas de tránsito que dividen las vías públicas. Su gesto de desacato aspiraba, metafóricamente, a torcer el sistema de controles e imposiciones que norman las conductas de todos los días. Agacharse en el pavimento para alterar la verticalidad del camino predestinado, fue la sintética mecánica de producción a través de la cual la artista desmontó la semiótica del ordenamiento social que asigna roles y programa hábitos según la dirección trazada unívocamente por sus rectas de obediencia. Con un gesto antiautoritario (antipatriarcal), L. Rosenfeld llamó la atención de los transeúntes de la ciudad sobre la relación entre sistemas comunicativos, técnicas de reproducción del orden social y alineación de sujetos dóciles. L. Rosenfeld conjugó a lo largo de toda su obra lo mínimo (la austeridad del trazado de la cruz y la sobriedad del gesto que lo ejecuta rigurosamente) con lo máximo: la suma de las cruces multiplicadas al infinito de superficies cambiantes (calles, geografías y pantallas video) que tornan incalculable el alcance y contagio de sus operatorias de sentido. Podría decirse que la obra de L. Rosenfeld es de una sola línea debido a lo insistente y persistente del gesto que la determina: una obra consecuente hasta el final por el rigor del compromiso ético, político y estético manifestado por su autora a lo largo de cuarenta años. Pero lo llamativo de su proyecto de arte es que esta obra, compuesta obsesivamente de una sola línea (“Esta línea es mi arma”), supo evitar la monotonía del sentido provocando sucesivas intersecciones de contextos, soportes y tecnologías cuyos espacios-tiempos heterogéneos y mutantes llevaron las cru – ces a atravesar varios conflictos sociales, dramas históricos, sublevamientos populares, violencias estatales, precariedades existenciales, dominaciones económicas, insurrecciones territoriales, tumultos se – xuales, traspasos idiomáticos y abismos de la subjetividad. Este es el ejemplo de cómo un recurso discreto y aparentemente inofensivo (cruzar una vertical con una horizontal en la gramática casi imperceptible de la circulación pública) fue capaz de desenmascarar la falsa inocencia de los códigos que sostienen, impositivamente, la rutinaria fabricación de las normas sociales. Bajo dictadura en Chile, las cruces de L. Rosenfeld fueron capaces de quebrar la pasividad de los signos estimulando la curiosidad de transeúntes y espectadores en torno a los virajes perceptivos y comunicativos mediante los cuales el arte, en un abrir y cerrar de ojos, es capaz de desviar el rumbo de las señaléticas del poder autoritario y totalitario.

La operatoria de la suma (+)
Las cruces marcadas por L. Rosenfeld evocan el signo aritmético de la suma que, trasladado a la economía política, designa el registro contable de las ganancias y los beneficios que persigue el capitalismo mundial cuya abstracción financiera hace circular el dinero a velocidades inmateriales. El signo + trazado por L. Rosenfeld frente a la Casa Blanca de Washington, en la acción de arte de 1982 Una herida americana, apunta al símbolo geopolítico de la hegemonía norteamericana que domina la política y la economía globalizada de sociedades interconectadas por redes de tráficos comerciales e intereses corporativos. Cuando L. Rosenfeld interviene, aquel mismo año 1982, la Bolsa de Comercio de Santiago de Chile con el signo de la cruz previamente trazado frente a la Casa Blanca de Washington (un signo que ilumina la pantalla de uno de los dos monitores colocados subrepticiamente en el interior de su centro de operaciones santiaguino), ella realiza un movimiento doble: recuerda indirectamente el apoyo político y económico del gobierno de Estados Unidos a las fuerzas opositoras al gobierno de Salvador Allende como un apoyo que pavimentó el camino del golpe militar del 11 de septiembre 1973 y, también, alude a la trama subyacente que une indisociablemente la implantación de la política económica neoliberal a cargo de los Chicago Boys y la “terapia del shock” del terrorismo de estado con que la dictadura de Pinochet buscó aniquilar en la población toda capacidad de respuesta frente al desate de su capitalismo salvaje. En sus videoinstalaciones posteriores (Moción de orden [2002] y No, no fui feliz [2015]), L. Rosenfeld fue conectando el signo + con diversas instancias relativas al desenfreno capitalista: se repiten, por ejemplo, las imágenes de los brokers en las Bolsas de Comercio internacionales y las pantallas electrónicas que transmiten el curso de las monedas y las ventas de acciones, exhibiendo cómo los valores se transan insaciablemente en los centros financieros de la globalización neoliberal.

Pero L. Rosenfeld ha sido también capaz de incursionar en el reverso más desnudo de este alto mundo de las transacciones empresariales y corporativas al registrar, en su videoinstalación El empeño latinoamericano (1997), las imágenes sub-locales que captan el ingreso a la casa de empeño “La Tía rica” de sujetos populares que se vieron obligados por las cadenas de esclavitud de la deuda, el crédito y la hipoteca a permutar sus escasas joyas con valor sentimental por una miseria de dinero. La cámara de vigilancia de “La Tía rica” registra fríamente la humillación del trueque vivida por estos sujetos del desamparo que entran y salen mecánicamente de su foco de observación. Lo que hace el arte de L. Rosenfeld es incorporar este registro impiadoso de “La Tía Rica” a una instalación video que apuesta a la rotación visual de las imágenes para sacudir la fijeza de la mirada automática. Además, un montaje sonoro que mezcla la respiración agitada de un parto y el primer llanto de un nacimiento con el canto operático de una voz lírica, combina ecos y ruidos cuya emotividad contrasta con el insensible conteo de los sujetos de la desesperanza que, obligados a empeñar lo poco y nada que tienen, desfilan por la cámara de vigilancia de la casa de empeño. La obra de L. Rosenfeld ha demostrado ser capaz de dar sorprendentes giros que se atreven a ir en direcciones contrarias al pasar del sufrimiento individual a la movilización colectiva: es así como la obra se desplaza de la triste resignación al sacrificio de la pobreza (El empeño latinoamericano) al clamor de la interpelación y la denuncia ciudadana (No, no fui feliz [2015]) citando, en esta última obra, la consigna del “No + lucro” que usó el movimiento estudiantil del 2011 para reclamar contra el régimen de privatización neoliberal que convierte a la educación en bien de mercado y criticar, por extensión. la acumulación de la ganancia como máxima capitalista de una sociedad que solo persigue la obtención de utilidades. El signo + en la imagen del “No + lucro” que llena la pantalla video pasa a ser así el articulador gráfico y político-social del rechazo colectivo frente a una organización económica destinada a ostentar las ventajas y privilegios del consumo y a exacerbar la competitividad para alcanzar oportunistamente el éxito individual. La mercantilización de los intercambios sociales y la abstracción del valor de cambio que transmuta toda cualidad en cantidad han desmaterializado las relaciones humanas, volviéndolo todo operacional y gestionable en el lenguaje informático de las unidades de cómputo encargadas de procesar los datos básicos. L. Rosenfeld trabaja en contra de esta serialización numérica querige las sociedades tecnologizadas por el diseño neoliberal: una serialización numérica siempre presente, digitalmente, en sus obras como índice de aquella lógica fetichizadora de los signos-mercancías contra lo cual lucha la poética del sentido que inspira al arte. Uno de los modos que adopta la artista para oponerse a dicha serialización consiste en reintroducir en sus videoinstalaciones la densidad somática y pulsional (gritos, cantos, quejidos o suspiros) de una materia sonora o lingüística que se torna irreductible a los parámetros de la comunicación estandarizada. L. Rosenfeld se fija, por ejemplo, en lo que entorpece fonéticamente la comprensión de los vocablos -balbuceos, tartamudeos- para obligarnos a prestarle máxima atención al lenguaje como zona de aprendizaje, dominio y conquista (la razón pedagógica y civilizatoria) pero, también, de lapsus y erratas (los desarreglos psíquicos y los tropiezos del inconsciente sexual). Los meandros ficcionales de relatos excéntricos (¿Quién viene con Nelson Torres? [2001] y Cuenta regresiva [2006]) son acompañados por el modelaje literario de vocablos cuyas estilizaciones barrocas llevan el realismo de los cuerpos y las hablas populares a alucinar, sobregirados, con las proliferaciones caóticas de la imagen y la palabra. La obra de L. Rosenfeld exhibe, además, las brechas interculturales entre traducción e intraducibilidad que insisten en lo refractario de una memoria del territorio, del cuerpo y de la lengua atada a lo local-particular (raza, etnia) cuya conciencia ancestral no se rinde frente al canon blanco-masculino-occidental de la cultura metropolitana. Las fallas de traducción que explora la vocación periférica del trabajo de L. Rosenfeld traen a escena, tal como ocurre en La guerra de Arauco (2001), lo que desde siempre ha buscado sepultar la razón imperial de los procesos colonizadores: aquellos porfiados sustratos culturales de poblaciones que, además de luchar contra el saqueo de sus riquezas primordiales, se resisten al hundimiento de su memoria de siglos de siglos. El signo + de L. Rosenfeld cuestiona la neutralidad de la suma numérica que, en el mundo de los balances financieros y de las estadísticas de consumo, pone en fila los datos abstractos de los recuentos monetarios y comerciales en lugar de conglomerar las partículas subjetivas que son las que nos mueven, afectivamente, a involucrarnos con las vidas humanas y sus tormentos. Pero la cruz no sólo denuncia la economía neoliberal sino, también, la geopolítica internacional cuyos Estados-naciones se reparten los territorios generando desuniones y confrontaciones bélicas en sus fronteras. La obra de L. Rosenfeld apunta al encierro de las fronteras como mecanismo responsable de la división y la segregación territoriales que culminan, desastrosamente, en guerras. Al mismo tiempo, instala el motivo de la travesía de las fronteras para explorar las fugas de identidad que nos invitan a traspasar límites y reductos, zafando de loUno (del sentido único; de la individualidad del yo) para viajar libremente hacia los umbrales de lo desconocido. La trayectoria de L. Rosenfeld se inició en un colectivo (el de la Galería Espacio Siglo XX en 1978) antes de que ella cofundara en 1979 el CADA (Colectivo Acciones de Arte, 1979) con Diamela Eltit, Raúl Zurita, Juan Castillo y Fernando Balcells. Luego tuvo una participación decisiva en el movimiento Mujeres por la Vida cuyas organizaciones de mujeres, a partir de 1983, actuaron como plataforma ciudadana de lucha contra la dictadura y de recuperación de la democracia desde la perspectiva del feminismo. Entre medio, L. Rosenfeld se involucró en sucesivas colaboraciones con Juan Castillo, Luz Donoso, Hernán Parada y, muy en especial con Diamela Eltit a la que la unió toda una vida de reflexiones cruzadas sobre pensamiento, escritura y visualidad. L. Rosenfeld siempre concibió su práctica artística como un trance entre varias y varios. Hizo que lo participativo y lo colaborativo funcionaran como dinámicas de intercambio artístico-cultural que se valen de la suma de complicidades y afinidades (+) para movilizar energías, voluntades y deseos que se fortalecen en conjunto. La mecánica de la cruz (+) selló un modo de producción que concibe lo artístico como algo siempre en curso, es decir, como un proceso que debe ser completado mediante actos de transición con final abierto protagonizados por todas aquellas y aquellos que aceptan incorporarse a los diagramas intersubjetivos que va desplegando la obra. Las primeras cruces trazadas en el pavimento por L. Rosenfeld en 1979 esbozaban el camino que llevó su obra a transitar de lo individual (la firma de autora que, precariamente, se graficaba con tiza en el asfalto desacralizando así la práctica artística) a lo colectivo: la progresiva borradura del nombre propio como marca autoral que se iba fundiendo, anónimamente, en el paisaje diario de los tráficos por avenidas y carreteras. Las cruces de L. Rosenfeld (la cruz misma o su traslación a consignas masivas que mantienen, hasta hoy, su vigencia en las calles como “No + porque somos +”) se propusieron, desde siempre, multiplicar y diseminar el potencial del arte a lo largo y ancho de comunidades en formación: unas comunidades emancipadas cuyo plural expansivo se declara contrario a la matriz privatizadora del individualismo neocapitalista que fomenta la posesión y la exclusión, esta última disfrazada de exclusividad cuando se trata de resaltar el culto a las modas y los estilos de consumo cultural.

Diagramar la mirada
No cabe duda de que las intervenciones urbanas de L. Rosenfeld supieron traspasar los confines del arte, extendiendo sus redes de interferencias estéticas y críticas en espacios públicos que desbordan ampliamente los cercos institucionales de profesionalización del quehacer artístico. Pero la estrategia de obra de L. Rosenfeld nunca se dejó condicionar por la dicotomía adentro/afuera que parecería obligar a los artistas políticos a renunciar al sistema-arte en tanto campo demasiado reservado de referenciación estética para volcarse hacia el paisaje exterior como totalidad en la cual debe el gesto artístico confundirse con el resto de las prácticas sociales. Sin dejarse restringir por esta oposición binaria entre el interior y el exterior del arte, L. Rosenfeld ha cruzado lo público con el público entrando y saliendo incesantemente de los bordes de la institucionalidad artística y cultural para entrecruzar sus intervenciones urbanas realizadas en las calles con videoinstalaciones montadas en diversos museos y bienales. Los bordes internos y externos de la institución-arte fueron tensionados por ella como una zona discontinua, expuesta a interrupciones y traspasos, donde recurrir a maniobras diferenciadas en sus modos y tiempos de articular lo político, lo social y lo estético. En Moción de orden (2022), los dos museos de arte de Santiago, (el Museo Nacional Bellas Artes y el Museo de Arte Contemporáneo (MAC)) y la galería de arte Gabriela Mistral fueron intervenidos por las proyecciones de diferentes referencias urbanas (el Palacio de La Moneda, el metro de Santiago, los camiones de seguridad, los edificios del correo, etcétera), plataformas tecnológicas (el helipuerto de ENAP (Empresa Nacional del Petróleo) en Magallanes) y frontis institucionales (Wall Street en Nueva York) en los que se infiltraban visualmente hileras de hormigas que entraban y salían misteriosamente de cavidades, surcos y ranuras. El desfile de las hormigas que se vuelve a organizar luego de que un dedo entrecorte su camino, nos habla de reclutamientos y disciplinamientos (“moción de orden”) así como de la capacidad de dispersión-evasión de las multitudes que, intempestivamente, rompen las filas para desbandarse en las orillas del control social tal como ocurre en revueltas como la acontecida en octubre 2019 en Chile. Entre los marcos institucionales del arte y las sorprendentes imágenes de filas de hormigas proyectadas imaginariamente en los resquicios de distintos monumentos públicos, la creación estética de L. Rosenfeld recurre a sus poéticas de lo difuso para introducir la extrañeza en el mundo cotidiano, salvando así virtualmente a sus habitantes de las insistentes reglas de funcionalización y normalización del orden social que los aplastan diariamente. En sus primeras intervenciones urbanas, L. Rosenfeld movilizó el cuerpo para afrontar la contingencia social y política desde una condición de sujeto -localizada y posicionada- que actuaba en vivo y en directo desde el espacio público. Pero su pasión por las imágenes la condujo, más de una vez, a cambiar el afuera de la ciudad (que dispersa el efecto artístico) por la concentración de la mirada en el adentro circunscrito de una sala que ofrece un espacio-tiempo absorto y pensativo: una sala donde la oscuridad le otorga toda su intensidad visual a las imágenes y su justo volumen auditivo a los susurros y murmullos de hablas cuya singularidad anómala debe ser escuchada con particular calma y atención. Trabajando con el formato delimitado de salas de arte calculadas para darle máxima exactitud a cada segmento e intersticio de sus montajes visuales y sonoros, las video-instalaciones de L. Rosenfeld vuelven a combinar lo que los noticieros televisivos despachan trivialmente para el consumo informativo, sometiendo sus materiales de actualidad al enigma de provocaciones estéticas hechas para turbar la mirada y enredar los sentidos. Una de sus operaciones más frecuentes consiste en desequilibrar el formato de las pantallas y en exacerbar el desequilibrio de imágenes ya seccionadas y fragmentadas, para colocar la visión (encuadres y perspectivas) en una situación de riesgosa inestabilidad. Des-enmarcar y re-enmarcar las imágenes, tal como lo resuelve prodigiosamente el arte video de L. Rosenfeld, sirve para reflexionar sobre la función del marco: aquel recuadro cuyos trazados construyen la visibilidad de las imágenes en función de lo que incluyen o excluyen del campo de visión y de cómo se reparte en su interior el protagonismo de la escena entre oscuridad y luminosidad, totalidad y fragmentos, centralidad y márgenes. Las video instalaciones de L. Rosenfeld, al moverse entre marcos y desmarques, llevan la condición de espectador a experimentarse desde el quiebre, la desconexión y el salto entre restos visuales y sonoros que, desinsertados de sus macronarrativas dominantes, son luego reinsertados en nuevos relatos que subrayan los puntos de conflicto que escinden el dominio de una representación unitaria. Las zonas de turbulencias crítico-estéticas en las que L. Rosenfeld envuelve sus imágenes (vacilaciones, paradojas, ambigüedades) están hechas para transgredir la estereotipación de la mirada formada y deformada por la serie informativa y publicitaria de las industrias de la comunicación masiva cuyo foco promocional sobre-ilumina sus ofertas para satisfacer el deleite visual del consumo acrítico. 

Montaje y edición: una memoria que se arma y se desarma
Desde Una milla de cruces en el pavimento (1979) hacia adelante, L. Rosenfeld incorporó a sus acciones de arte las tecnologías del video para registrar aquellas intervenciones de la ciudad que, expuestas a la intemperie, no tenían cómo sobrevivir a lo efímero de su transcurso. Mientras la dictadura en Chile estaba aplicando su siniestro aparato de obliteración de las marcas para negar tanto la desaparición de los cuerpos como el aparato criminal que los hacía desaparecer, L. Rosenfeld consideró necesario memorizar las huellas del acontecer fugaz de aquellas acciones de arte que se rebelaban contra el encuadre militar, para que un soporte grabado les regalara un complemento y un suplemento de duración vital que pudiese conjurar el fantasma del olvido. L. Rosenfeld conceptualizó tempranamente el uso del registro video en el arte chileno como una maniobra técnica de recuperación y conservación de lo evanescente. El registro video iba destinado a proteger la arriesgada contingencia del aquí-ahora de aquellas intervenciones que consistían en poner el cuerpo, otorgándoles a dichas intervenciones la prolongación temporal de una memoria tecnológica que haría de salvataje contra el desaparecimiento de las trazas. Es así como los montajes audiovisuales de L. Rosenfeld supieron conjugar, magistralmente, el tiempo presente del cuerpo en acción con el diferimiento de las huellas de su presencia grabada. Es gracias a esta combinación de temporalidades estratificadas que el trabajo de la memoria crítica puede fluctuar entre desaparición (ya no) y reaparición (todavía es) bajo el signo desdoblado de lo reminiscente, de lo actual e, incluso, de lo prefigurador. Lo segmentario de los trazos de memorias entrecortadas que conforman las cruces en las distintas realizaciones audiovisuales de L. Rosenfeld lleva sus verticales y horizontales a interrumpirse unas a otras, haciendo emerger la fuerza de la colisión entre el ayer (lo grabado) y el hoy (lo editado) según cómo se van asociando o disociando los nuevos contextos de inscripción de los trazos que fluctúan en constelaciones siempre heterogéneas. Son varias las referencias históricas a fragmentos de la memoria herida de la dictadura militar que vuelven sin cesar en la obra video de L. Rosenfeld: se insertan las imágenes del bombardeo de La Moneda aquel fatídico 11 de septiembre 1973; el atentado terrorista contra Orlando Letelier (1976) en Washington D.C., comandado por la DINA bajo las órdenes de Manuel Contreras; la quema a lo bonzo del obrero penquista Sebastián Acevedo (1983) en protesta por la detención de sus hijos por la policía secreta de Augusto Pinochet; el rostro de Karen Eitel, vocera del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, obligada a confesar bajo tortura en una entrevista-montaje de la televisión en 1987, su participación en el secuestro del Comandante Carlos Carreño; los gritos de Estela Ortíz, viuda del militante comunista José Manuel Parada que fue asesinado por Carabineros en 1985 en el marco del caso Degollados; el plebiscito del Si y del No del 5 de octubre de 1988 que inicia un trabado proceso de reapertura democrática; etcétera. Desfila una historia-memoria de desapariciones, torturas y muertes que nos habla del hueco y la fractura de una biografía histórica no suturada: una biografía que permanece en duelo pese a los llamados transicionales a la reconciliación que pretendieron dejar atrás las heridas y cicatrices para que la memoria convulsa del pasado dictatorial no echara a perder el consenso liberal requerido por su lisa “democracia de los acuerdos”. Estos fragmentos de la memoria político-nacional de la dictadura chilena que recoge L. Rosenfeld en su obra se entrecruzan a su vez con los sucesos de la actualidad internacional que fueron marcando virajes ideológicos (por ejemplo: la caída del muro de Berlín) o bien que relatan la violencia bélica, policial, terrorista, delincuencial o insurreccional: las guerras del Medio Oriente, los atentados explosivos, las revueltas antineoliberales, los saqueos urbanos, los sublevamientos indígenas, etcétera, en un mundo de convulsiones sociales cuyo mapa incluye, también, el drama de los éxodos y migraciones. Las imágenes del pasado de la dictadura chilena se mezclan con otras imágenes extraídas del flujo informativo de la actualidad internacional para formar ensamblajes no previstos que dan lugar a correspondencias asociativas o bien, al contrario, a severos antagonismos de puntos de vista. L. Rosenfeld usa su arte para devolverles a las imágenes del pasado nacional lo que la industria televisiva del documental trata de quitarles: la densidad reflexiva y la potencia crítica sin las cuales no hay cómo desamarrar los nudos de la memoria político-social de la dictadura y la postdictadura cuya temporalidad está hecha de tiempos muertos y de bruscos despertares, de sacudidas y retrocesos, de archivos aun prohibidos y de un laberinto de voces cuyos secretos permanecen, algunos de ellos, inextricables. La obra de L. Rosenfeld nos enseña distintas modalidades críticas para que el pasado, en lugar de quedar sepultado en el nicho ritualista de una memoria contemplativa, se desarme y se rearme incesantemente para traspasarle al presente su fuerza viva de denuncia e interpelación. El hecho de que aparezca en varios audios de las obras de L. Rosenfeld la frase “No, no fui feliz” no alude sólo a su experiencia de los años de la dictadura militar (cuando el terrorismo de estado aplicaba sus más severos castigos sobre los cuerpos declarados enemigos) ni, tampoco, a su disconformidad con las muestras de complacencia político-institucional de la transición democrática cuyo pacto entre democracia y neoliberalismo quiso silenciar los gritos de la memoria herida. La reiteración de la frase “No, no fui feliz” en la obra de L. Rosenfeld nos habla de una subjetividad fisurada, incompleta, que se niega a la ilusión de felicidad del yo autosatisfecho que promueve, banalmente, la cultura del éxito y del bienestar capitalista. La memoria política y social de L. Rosenfeld (No, no fui feliz) manifiesta una subjetividad discordante que se ha resistido infatigablemente a los encuadramientos del poder y a sus relatos de obediencia. En el año de la conmemoración de los 50 años del golpe militar en Chile1 , esta memoria insatisfecha de L. Rosenfeld nos traspasa su llamado imperativo a permanecer en completo estado de alerta frente a cómo las ultraderechas y su neofascismo están, hoy, desplegando una violencia recrudecida para mortificar el recuerdo traumado del pasado dictatorial con el odio que han ido descargando contra sus víctimas. El arte crítico de L. Rosenfeld pone en escena una ética del recordar que se opone tanto al cinismo neoliberal que lo relativiza todo (valores, signos) como al oportunismo político de los falsos intentos de armonización oficial de una memoria histórica que permanece irreconciliable.

 

1 Este texto fue escrito para el catálogo de la retrospectiva de L. Rosenfeld que se inauguró en septiembre 2023 en el Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago de Chile

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Sobre Lotty Rosenfeld

Autor: Mira Bernabeu

Lotty Rosenfeld (Santiago de Chile, Chile, 1943–2020) ha sido una de las figuras más comprometidas y representativas del arte político y feminista latinoamericano. Formó parte de la denominada Escena de Avanzada, una generación de artistas y escritores chilenos de la década de los 70, para quienes el arte fue una herramienta con la que cuestionar el estatuto político y la rigidez institucional. En este contexto, Rosenfeld confirió a su trabajo un papel activo en la transformación de la sociedad, con sus propuestas alentó a la gente a expresar sus discrepancias con las estructuras de la vida cotidiana y a denunciar las injusticias sociales y políticas perpetradas en su país. Concibió su arte como un instrumento para desentrañar las relaciones de poder que determinaban el día a día de unos ciudadanos que, pese a no estarles permitidas determinadas decisiones, eran sus receptores directos, y desarrolló una serie de intervenciones en el espacio público con las que puso de relieve estas situaciones de injusticia. Rosenfeld convirtió el arte en parte de la vida de muchos chilenos e hizo llegar su mensaje a una amplísima audiencia mediante el empleo de los medios de comunicación masivos. Su práctica, como la de otros de su generación, en ese oscilar entre el arte y el activismo, acabó rompiendo las normas establecidas y dando pie a un cambio social. Sus acciones se convirtieron en referentes globales del arte de oposición al autoritarismo y el canon, y aunque estuvieron ligadas en su concepción al contexto sociopolítico de una ciudad y un tiempo concretos, con el paso del tiempo su dimensión conceptual ha trascendido todas las fronteras y las que fueron sus consignas son actualmente símbolos reconocibles en todo el mundo.

Lotty Rosenfeld (Santiago de Chile, Chile, 1943–2020) ha sido una de las figuras más comprometidas y representativas del arte político y feminista latinoamericano. Formó parte de la denominada Escena de Avanzada, una generación de artistas y escritores chilenos de la década de los 70, para quienes el arte fue una herramienta con la que cuestionar el estatuto político y la rigidez institucional. En este contexto, Rosenfeld confirió a su trabajo un papel activo en la transformación de la sociedad, con sus propuestas alentó a la gente a expresar sus discrepancias con las estructuras de la vida cotidiana y a denunciar las injusticias sociales y políticas perpetradas en su país. Concibió su arte como un instrumento para desentrañar las relaciones de poder que determinaban el día a día de unos ciudadanos que, pese a no estarles permitidas determinadas decisiones, eran sus receptores directos, y desarrolló una serie de intervenciones en el espacio público con las que puso de relieve estas situaciones de injusticia. Rosenfeld convirtió el arte en parte de la vida de muchos chilenos e hizo llegar su mensaje a una amplísima audiencia mediante el empleo de los medios de comunicación masivos. Su práctica, como la de otros de su generación, en ese oscilar entre el arte y el activismo, acabó rompiendo las normas establecidas y dando pie a un cambio social. Sus acciones se convirtieron en referentes globales del arte de oposición al autoritarismo y el canon, y aunque estuvieron ligadas en su concepción al contexto sociopolítico de una ciudad y un tiempo concretos, con el paso del tiempo su dimensión conceptual ha trascendido todas las fronteras y las que fueron sus consignas son actualmente símbolos reconocibles en todo el mundo.

Como miembro del CADA, Rosenfeld realizó proyectos de arte público disruptivos con el régimen del dictador Pinochet. Acapararon la atención de los medios lanzando panfletos políticos desde aviones o realizando ruedas de prensa improvisadas, para hablar de las consecuencias sociales de la dictadura, del hambre y la falta de recursos de los barrios más pobres. El soporte para sus obras fue la ciudad, y tanto las realizadas individualmente como las colectivas, sus acciones generaron una serie de símbolos que a día de hoy siguen formando parte del imaginario colectivo. Las imágenes producidas por Rosenfeld pusieron el énfasis en la imagen frente al texto y el diálogo, una de sus intervenciones individuales más reconocidas fue la que llevó a cabo en una calle del este de Santiago de Chile, una performance documentada en vídeo y fotografías, titulada Una milla de cruces sobre el pavimento (1979). En ella la artista caminó a lo largo de la desértica Avenida Manquehue transformando las líneas discontinuas que delimitaban los carriles de la carretera en cruces, al pegar perpendicularmente sobre ellas tiras de tela blanca. Con la simple acción de bisecar una línea, Rosenfeld no sólo canceló el significado de signos tan establecidos y representantes del status quo como las señales de tráfico sino que irrumpió en el ámbito de lo público, alterando la vida cotidiana en lo que fue una clara oposición al régimen de Pinochet. Tras su intervención, las líneas metamorfoseadas en signos de suma y cruces, elementos característicos de la represión y la muerte, se convirtieron en el emblema de la resistencia al gobierno. La acción fue reproducida por la artista en numerosas ocasiones alrededor del mundo, siempre en lugares de fuerte carga histórica y política, y sus cruces en el pavimento fueron las precursoras de la consigna “NO+” empleada por el CADA en varias de sus intervenciones en el espacio público. Rosenfeld ha realizado sus acciones de arte múltiples lugares, en Santiago de Chile, en Washington D.C., en Buenos Aires, en La Habana, en Vancouver, en Atenas, y muchos otros. A día de hoy, su obra forma parte de las colecciones de museos como el MoMA, el Guggenheim y el Museo del Barrio de Nueva York, el FRAC Lorraine de Metz, el MNCARS de Madrid, el CAAC de Sevilla, el MAC de Santiago de Chile, el MALBA de Buenos Aires y el Museo de Arte Moderno de Medellín, por citar algunas.

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Lotty Rosenfeld descolonialidad y feminismos en la época de la globalización

Autora: Aliwen

Lotty fue una mentora, compañera, amiga y cómplice. Le dediqué mi primer libro, junto también a mi abuela paterna Irma Briones. Ambas fueron mujeres luchadoras, una en contra de los pesares de la vida como inquilina de latifundio, la otra en contra de la interpretación unidireccional de los signos en la época del latifundio-país, antidemócrata y anti-socialista.

Si bien provenientes de realidades distintas, ambas vidas se entrecruzan allí, en las primeras páginas de ese solitario tomo. Y esa es la herencia crítica que me dejó a y a muchas más la Lotty. La de un tipo de porfía muy particular/espectacular, que tacha y que taja, si, pero siempre para estrechar un contacto nuevo, abrir nuevos vasos comunicantes: la arteria se rebaza de emoción y de rebeldía hasta que revienta, irrigando terrenos antes llamados baldíos, desde donde florecen malezas inusitadas.

Así mismo, gracias a una colaboración artística con la Lotty en una coyuntura artístico-política orientada a visibilizar la epidemia del VIH/sida en Chile en 2018, nos conocimos con Alejandra Coz, artista, escritora, hija de Lotty y salvaguarda de su patrimonio. Desde esa cruz seropositiva han brotado toda suerte de complicidades amistosas, que están formadas de cariño pero también de reflexión y de arte.

Cabe mencionar que en la casa de Lotty de la calle Torremolinos ―donde compartí con ella en sus últimos días, pero también muchos otros almuerzos y proyectos con Alejandra― se secó el gran liquidambar tras su partida, casi como una novela de realismo mágico. Así, surgió la obra Cicatrizar un proceso biológico de Alejandra, que acurrucó los troncos y las ramas secas del árbol y las ató tejidas con lana roja guardada por la Lotty de su propia madre, armando así el mensaje salido del poemaria La Jabalina (2019) de Alejandra: mensaje reinterpretado tras el luto materno. Lo que quizás nunca le conté a Alejandra fue lo cuanto me estremeció el ver aquella nueva obra, no solo por su potencialidad poético-crítica sino por el recuerdo de mi abuela enseñándome a tejer cruces de palqui con hilo rojo, para colgar en la cocina y a la entrada de la casa y así ahuyentar a los malos espíritus.

Y así, después de varias lecturas y sentidos homenajes, me gustaría volver a producir desde/con el accidente, con la serendipía del cruce y del re-cruce inesperados. Quisiera recapitular una vez más una breve genealogía cosmogónica de las acciones de Lotty desde la perspectiva anti-colonialista, que se opone al patriarcado en simultáneo que al extractivismo neoimperialista. Recapitulando la influencia de las “cruces” (1979-) como hilo conductor detrás de la producción video de Lotty, cabe revaluar una

serie de obras trabajadas hacia el final de la década de los noventa e inicios de los dosmiles como punto álgido de los efectos de la transición democrática y de la sociedad del libre mercado en Chile.

Una milla de cruces sobre el pavimento (1979-)1

El enclave entre las artes y las políticas emancipatorias es aparente en la historia de las múltiples coyunturas locales en Chile, pero si hubiese de hablar solamente de una obra sería sobre Una milla de cruces sobre el pavimento. En diciembre del año 1979, la artista visual Lotty Rosenfeld realizó la primera de estas intervenciones urbanas en la calle Manquehue entre Los Militares y Kennedy, la cual

«consistió en la alteración de un signo del tránsito ―las líneas divisorias de pistas en el pavimento― mediante el uso de tiras de género blanco que cortaba ese signo ubicándose perpendicularmente a él. De ese modo, el signo alterado originaba el surgimiento de un nuevo signo, equivalente tanto a la forma de una cruz, como también el más de la suma matemática.» (Eltit octubre 1980 23). Esta acción de arte fue exhibida al año siguiente en ese mismo lugar de la vía pública en formato video, utilizando dos monitores de televisión, y también una pantalla de cine, durante un anochecer del mes de junio de 1980.

El intervenir y desacatar la normativa viaria, que era una sinécdoque de toda la superestructura política usurpada por los militares bajo la dictadura, empleaba la reparación simbólica de la acción civil en la transformación de un signo «−» a un «+», convirtiendo artísticamente la resta de la democracia en una suma que se abre hacia la pluralidad de voces menores que conforman la voluntad de lx pueblx. Esto se vuelve evidente en la reiteración de esta acción en diversas topografías de importante carga represiva y geopolítica, como lo fue el palacio de gobierno La Moneda en octubre del año 1984 o por fuera de la Casa Blanca en junio de 1982; intervenciones que, al ser pensadas en su conjunto, evidencian la influencia imperialista de las dictaduras militares en Latino América durante la Operación Cóndor la cual daría cierre ―en teoría― a la posibilidad del socialismo real y daría inicio a la privatización de los insumos básicos para la vida a través del sistema neoliberal.

En el campo local, esta y otras acciones artístico-políticas fueron conocidas como acciones de arte. Uno de los primeros registros en los que el concepto de «acción de arte» es reflexionado en la escena local fue un texto de la escritora Diamela Eltit titulado «Sobre las acciones de arte: un nuevo espacio crítico», publicado en octubre del año 1980 por la revista Umbral (Nueva Época) del Centro de Estudios por la Democracia. En este texto, la literata parte del análisis de la obra Una milla de cruces sobre el pavimento de Lotty Rosenfeld para arribar a una definición de «acción artística» basada en un

1 Para esta entrada primera de la genealogía, descreo de la hegemonía del original sobre la copia, y reproduzco algunos pasajes en la introducción de mi libro (2021) en los cuales analizo los inicios de las cruces de Lotty.

impulso de clausura de la intención autoral, el cual redirige la producción artística hacia «la intencionalidad masiva» como parte de «una intención de modificación» y «la intención de participar» (Eltit octubre 1980 23-27). El concepto de «acción de arte» de D. Eltit se divide en dos factores principales, el primero referente al empleo de la esfera pública como soporte de arte:

Asistimos a la construcción de una «sala de arte» en la calle o, inversamente, a la destrucción de ese concepto cambiándolo por el uso de espacios ciudadanos abiertos y públicos como gestores-receptores de la obra de arte, cuyo destino final no es la privatización de su usufructo en la sala de exposiciones, sino la permanencia en la retina y la memoria del transeúnte quien ve así el paisaje urbano, por el que circula cotidianamente, transformado en un espacio creativo que lo obliga a rehacer su mirada, que lo obliga, en suma, a rehacerse y cuestionar el entorno y las condiciones de su propio transcurrir.

Al operar entonces en situaciones urbanas, públicas, abiertas, se va demarcando una opción de arte que intenta, en su programa, romper con la privatización, trocándolo por un consumo efectivo dentro de una colectividad que ve alterado su sensorio al transformársele el soporte de su cotidianeidad; en este caso: la calle. (octubre 1980 24-25)

Este primer factor se ata con el próximo punto de esta definición de «acción de arte», particularmente en la estrategia del empleo de la calle como soporte para reducir el factor de la privatización sectaria y elitista de las prácticas artísticas en aquel contexto. El segundo factor se relaciona con la materialidad de las obras de tipo «acción artística», en particular el hecho de que se opone al mercado del arte ya

que ella se encuentra marginada de los circuitos comerciales, es decir, es una forma de arte no vendible, susceptible de ser reproducido por medios (cintas magnéticas, por ejemplo) no eternos, perdiéndose por ende el carácter de objeto único, por una parte, y de permanencia, por otra, cualidad esta última que determina el objeto sacro a cumplir por la obra de museo. (Eltit octubre 1980 25)

Si bien la autora no podría haber adivinado en los albores de los años ochenta la boga de la última década dentro de las instituciones primermundistas por adquirir los archivos del arte comprometido producido en Latino America bajo regímenes totalitarios, la apuesta artístico-política de D. Eltit en su escrito apuntaba a un arte vinculado con los medios de reproducción tecnológica «típicos de la comunicación moderna» (octubre 1980 25), cuya apuesta tecno-material buscaba marginarse de los códigos de comercialización provistos por los circuitos galeriales o museales, como un antídoto para la privatización de estas prácticas a manos de la validación de la academia y del éxito mercantil.

Operaciones (1997)

Operaciones, ¿sobre el cuerpo? ¿Sobre la palabra o los símbolos?

¿De qué manera se arma el cuerpo de discursos sobre el mismo cuerpo, o hasta que punto puede el cuerpo percolar sobre/contra la palabra?

Cerca del año 1983, Lotty Rosenfeld junto con su amiga y compañera de vanguardia, Diamela Eltit, comenzaron a visitar a Claudia Marín, una mujer transgénero en proceso de tomar la desición de realizarse la reasignación genital. Más de una década tardó Lotty en producir la pieza de videoarte final a propósito de las entrevistas con Claudia, dando fé de lo meticuloso de su proceso artístico.

Tras unas imágenes en tonos sepia que muestran a la misma Lotty interviniendo la señalética viaria que inauguran la obra ―sumado el cuadro titular―, podemos observar un cuadro desdibujado de un primer plano en blanco y negro de la Claudia. Se trata de una entrevista grabada realizada a Claudia en el año 1987, en donde ella narra cuando el doctor (presuntamente Guillermo MacMillan quien obtuvo gran prominencia en latinoamérica como pionero en el así llamado “cambio de sexo”) le explica los procedimientos de la operación de reasignación genital antes de rellenar una “planilla”; podemos suponer que aquella planilla se trata de un consentimiento informado sobre los procedimientos y potenciales riesgos de la operación. Por arriba y por debajo se va achicando el primer plano de Claudia, hasta dejar su rostro en una franja delgada como la de un signo “−”. Un sonido profundo se escucha a momentos por detrás del testimonio de Claudia, casi como el latido prófugo de un corazón ansioso. El plano de blanco y negro de la Claudia se modifica por uno más cerrado, y luego otro similar sujetando un cigarrillo. El audio del testimonio adquiere reverb, mientras una segunda toma en sepia de Claudia en dirección de franja vertical aparece al lado derecho del encuadre y se desplaza lentamente hasta el centro de la imagen, como si fuese a crear un signo “+” entre ambos primeros planos. En ese momento, Claudia describe con palabras crudas como el doctor le explica que podría perder toda “sensibilidad”

―la capacidad de sentir placer sexual― lo mismo que podría quedar “hueca para siempre”. “Hueco”, sabemos bien las disidencias sexuales nacidas en la comarca chilena, es una manera despectiva de llamar a homosexuales y transgénero u otras identidades sexo-divergentes, que hace alusión tanto al ano pasivo receptor de la penetración como también a una suerte de liviandad similar a la estupidez.

Un audio de fondo, primeramente fuera de contexto, trae al plano voces exaltadas y estridentes. Sin embargo, Claudia continua su testimonio en audio reverb y recuenta como recalcó su convicción al doctor de reafirmar su identidad de género a pesar de los posibles desenlaces negativos de la operación. De repente, la voz de Claudia es segundada por subtítulos blancos: “Mi operación se demoró / 5 horas, 20 minutos”. El plano horizontal de fondo cambia por una nueva franja, mostrando la fuente del audio

estridente que surgía momentos antes. Se trata de la Bolsa de Comercio de Santiago, en donde hombres de terno y corbata se vociferan indicaciones de compraventa de acciones. El testimonio continúa mientras la franja vertical con el plano de Claudia sigue desplazándose hacia el centro: “volví como a las 2 de la tarde,”. “Y ahí dormí todo el día… feliz…” Mientras las voces vociferantes de la Bolsa de Comercio siguen de fondo, la franja vertical ahora cambia por una casa de empeño en la periferia santiaguina llamada La Tía Rica. Claudia prosigue: “que Dios me perdone porque / me dio un sexo y yo me lo saque [sic]”. Aquí reconocemos un ánimo particularmente poscolonial evidenciado en el relato de la reasignación genital transgénero, donde Claudia transita de la disforia a la euforia de género, evidenciada por la tranquilidad del sueño profundo. Sin embargo, esta tranquilidad es contrapesada por una culpa moral cristiana, en la que un Dios patriarcal le entrega una identidad sexual la cual es contestada culposamente por Claudia. Si bien en esta contradicción existe un mestizaje que sufre por el colonialismo interno de la culpa, sin duda que de todas formas presenciamos un acto externo de agenciamiento sexo-identitario que además se nos es relatado en pretérito; la desición, en todo efecto, ya fue tomada.

Las imágenes de la franja de fondo comienzan a cambiar en rápida sucesión, desbordando el plano horizontal. Primero los tableros eléctricos de la bolsa de comercio, indicando cifras a tiempo real de las acciones financieras. Luego, vemos en franja vertical nuevamente el primer plano blanco y negro de la Claudia, pero ahora se superponen estas cifras de acciones descontectualizadas que circulan veloces de lado a lado capturadas por un vertiginoso plano holandés. Continúa el relato acompañado aún por los subtítulos: “A los 14 días tuve relaciones [sexuales].” El plano vertical en sepia de Claudia casi arriba al centro geométrico del plano: “No sentí nada, nada,”. “ni dolor, ni ardor, ni escozor, / no terminé [en orgasmo], no eyaculé, nada.” De fondo, la imagen cambia súbitamente a las cruces de Lotty sobre el pavimento con las cifras financieras superpuestas, antes de tornarse nuevamente a la casa de empeño Tía Rica donde distintos anillos y otras especias son evaluadas para calcular su valor monetario, lo mismo que cédulas de identificación corroboran la identidad de los clientes de aquel negocio. A cada momento continúan los gritos emanados por los corredores de la Bolsa: “El doctor realmente me lo dijo…” Los planos de fondo de Claudia, de la Bolsa, la casa de empeño y las cifras se intercalan y entremezclan con mayor velocidad.

Casi arribada la franja vertical en sepia de la Claudia al margen izquierdo del plano, el testimonio de ella en audio y en subtítulos adquiere un tono más optimista: “A los 22 días vuelvo a tener / relaciones y siento,”. “sentí la penetración,”. “sentí el orgasmo,”. “sentí cuando yo terminé, / cuando me desahogué.” El ruido de fondo se acrecienta, mientras el rostro de Claudio adquiere una sonrisa en aquel plano sepia vertical, que arriba al margen izquierdo y comienza a salir de plano y desaparecer. La franja horizontal que nos muestra casilleros numerados de especias empeñadas comienza a volverse

cada vez más estrecha hasta desaparecer, mientras el testimonio de Claudia llega a su final: “Me toqué, me vi que estaba / mojada y ahí yo me sentí bien.” La línea narratológica del video llega a su conclusión cuando la mujer transgénero arriba a la exitación y orgasmo sexual, generando un correlato disonante con la acaparación del capital financiero. Existe una yuxtaposición sutil entre la centralidad de la sublimación del capital en la sociedad hetero-wigka-cis-patriarcal-extractivista y la exitación del placer marginalizado de las identidades sexodivergentes, la cual produce una crítica de la visibilidad del comercio y del deseo en diferentes estratos de la sociedad chilena durante dictadura y transición.

Ambas franjas la horizontal y la vertical desaparecen y la pantalla se va a negro. El video concluye retornando a la captura sepia de la artista Lotty Rosenfeld realizando la intervención de las cruces las cuales figuraban al comienzo del video. Sin embargo, esta vez la artista recalca la metáfora cristiana al recostarse descalza sobre la cruz hecha sobre el pavimento, quedando bocarriba de brazos abiertos como un cristo redentor. A mi parecer, esta referencia mesiánica en el contexto de esta pieza de arte-video contemporánea con fuertes criticas de género hacia el cis-tema neoliberal es una manera en la cual la artista articula, desde la economía de símbolos empleada, una reflexión visual sobre la extensión de los efectos neocoloniales del mestizaje forzado y del extractivismo en el Chile de fin de siglo.

Empeño latinoamericano (1998)

Video traducido ambivalentemente al inglés como The Latin American Purpose, o el “propósito” latinoamericano.

Una seguidilla de imágenes en tono sepia del interior de un banco bombardean la retina del espectador en una sucesión tremendamente rápida. Gentíos son revelados en acelerada sucesión con el vaivén izquierda-derecha del cuello de una cámara de vigilancia posicionada desde lo alto del recinto. ¿Son estas imágenes capturadas por la artista visual, o en vez se trata de imágenes apropiadas de las cámaras de seguridad de un recinto de finanzas?

La artista posiciona su vista que incomoda allí, en el panóptico del capital que custodia a sus adeptos condenados a la burocracia de sus propias finanzas encadenadas a la usureria privada plagada de filas kafkianas. El elemento de yuxtaposición que revela la crítica de la artista en esta oportunidad es una voz femenina en off, que no manifiesta palabras sino ruidos: son los respiros, inhalaciones y exhalaciones en creciente sucesión que describen la hiperventilación propia de un ataque de pánico . En el entrecruce de la institución bancaria y el desorden de pánico, se revela una tercera estela silenciosa que es la industria farmacéutica y su monopolio sicotrópico sobre las masas abochornadas por el trabajo y por los pesares, cuyo cuerpo se contorsiona al ritmo del neoliberalismo rampante e inclemente.

Con el fin de mes, con la deuda, con el crédito, con los proyectos de estudios y de vivienda, de apegos y pasiones que demandan posesiones materiales e hipotecas, se pierde el aliento en una ansiedad que crece a proporciones sublimes, incalculables por la escala humana. Y esa es toda la poética, dígase minimalista de la obra. Las sucesiones de planos operativos de la cámara de vigilancia con la creciente hiperventilación del aliento femenino, que se sobresalta tanto que por momentos debe parar antes de continuar respirando. Entonces, la voz apolínea de una soprano se superpone, recitando diáfanas “Aaaaa” cuya inocencia premeditada son el opuesto complementario de la crudeza del respiro jadeante. La somática estratificada de la obra, de los cuerpos expectantes en las filas, de la hiperventilación y de la etérea soprano, exaltan tal corpulencia que al observar la obra, cualquier espectador comienza a desnaturalizar su propio respiro; se inquieta dentro de su propia piel.

Por un momento, el plano holandés de los tableros de la Bolsa de Comercio de Santiago retornan como veladura semi-traslúcida sobre el plano principal, y desaparecen con la misma velocidad que llegan. Por otro segundo más, aparece y desaparece la mujer transgénero Claudia Marín siendo entrevistada. Retornan y desaparecen las cifras del tablero electrónico de la compraventa de acciones, lo mismo los casilleros numerados de la casa de empeño: fantasmas del capital. Luego, planos cerrados sobre las manos de algún cajero que intercambia con un cliente por la rendija de una barrera divisoria de vidrio. Se acerca el fin de la jornada; las y los funcionarios de la institución financiera y las y los clientes intercambian conversaciones banales hacia la salida del edificio. La voz hiperventilada se acerca a la regurgitación. Evacúan los últimos clientes por la compuerta/esfínter del recinto.

De eso se tratan las obras-video de Lotty de este período: la fantasmagoría de la transacción colonial del Virreinato Peruano sobre los territorios que conformaron la ficción republicana chilena, actualizada por los intereses extractivistas que habitan en nuestros múltiples consumos de cada día. Una carrera, tortura física y sicológica. Un parto: amar a la jaula que se rebalsa. Un asco gutural por el ahorcamiento del deseo sadomasoquista de la división internacional del trabajo.

La Guerra de Arauco (2001)

La primera imagen del video nos muestra un plano abierto en blanco y negro. Se trata de un inmenso camión de carga vertiendo minerales sobre un árido cráter en la tierra. Las imágenes fueron captadas en la mina de Chuquicamata, que es la mina de cobre a cielo abierto más grande del mundo, la cual se ubica en la ciudad de Calama en la región de Antofagasta ubicada en el actual Chile.

Una voz en off comienza a narrar la manera en la cual los conquistadores españoles nombraron erróneamente al pueblo Mapuce2 como “Araucanos”, por ende el conflicto colonial es recordado por el nombre de “Guerra de Arauco”. Se trata de la voz de Sofía Painequeo, mujer mapuce quien no he podido confirmar si también aportaría a la dirección y producción audiovisual de otras producciones como Chemu Am Mapuche Pigeiñ (¿Por Qué Nos Llamamos Mapuche?) del 2002. Al no poder pronunciar los españoles el nombre “Ralko” de la localidad ubicada en el actual Alto Biobío, habrían fabricado el nombre “Arauco” el cual no tiene ningún significado en mapuzugun. Continúa Painequeo explicando como si existe equivalente en el mapudungun para “guerra Mapuce”, la cual traduce como “Mapuce tañi weican”. Dicho esto, aparece el texto titular del video en el encuadre, tachado de la siguiente forma: “La Guerra de Arauco”.

A continuación, Painequeo narra un texto en mapuzugun atribuido a la figura histórica de Pascual Coña, a quien se le atribuye la calidad de Logko o líder comunitario pero esto probablemente no fue así. Lo que sabemos es que un misionero capuchino Ernesto Moesbach realizó una serie de visitas a Coña a inicios del siglo XX y transcribió su testimonio. Posterior al deceso del anciano mapuce, Moesbach publicó en 1930 aquellos testimonios bajo el título Vida y costumbres de los indígenas araucanos en la segunda mitad del siglo XIX, incluyendo una edición pareada con columnas en español y mapuzugun, auxiliado por el lingüista Rodolfo Lenz. Esta importante fuente en la construcción de la historia moderna Mapuce funciona en el video como hilo conductor entre las imágenes de la mina de Chuquicamata, al igual que otras imágenes vinculadas con los resabios contemporáneos del colonialismo representados por los estragos de la empresa Endesa3.

Las imágenes de Chuqui son entrecortadas por otras imágenes en blanco y negro de una papay que estimo proviene del pueblo Pewence, ubicado hacia la zona cordillerana del Biobío; su muñologko satinado le cubre la cabeza mientras apunta con su dedo de piel morena al caucásico representante

―podemos asumir― del proyecto hisroeléctrico y represa de Ralco. Al ser privatizada la empresa energética nacional por el último estertor de la dictadura militar en 1989, la Transición Democrática con sus presidentes representando los partidos de la Concertación habría de profundizar el modelo económico neoliberal. Uno de sus proyectos emblemáticos fue el embalse de la represa hidroeléctrica Ralco ubicada en el Alto Biobío, cuya primera etapa conocida como Pangue fue aprobada por el gobierno de Patricio Aylwin en 1990. Este proyecto inmediatamente causó repudio de las comunidades indígenas Mapuce en general y Pewence en particular, siendo que el embalse habría de afectar tanto directamente a su territorio como al gen o espíritu del río Biobío.

2 Utilizaré el grafemario de Anselmo Rangulieo para escribir el mapuzugun.

3 Vendida en 2018 a la transnacional de origen italiano llamada Enel.

Vemos una rápida sucesión de las imágenes de los caminos mineros de Chuqui con la papay pewence, quien rompe frustrada un plato de loza ubicado en la sala de reuniones en donde se reúne con aquellas autoridades de Endesa. Los camiones de tonelada siguen vertiendo los minerales desechados dentro del orificio abierto, cuando aparece nuevamente la papay con un pezkiñ de contas color arcoiris en escala de grises: “¡Yanacona, sale para afuera!” exclama la anciana, empujando fuera de plano a quien asumimos es otro mapuce sublevado a los caprichos empresariales de Endesa. Luego, un plano cerrado de unas manos de hombre con terno que azotan un mazo de madera sobre una mesa plagada de micrófonos y otras manos con terno en fila: un martillero de una casa de remate. Retornamos a la papay, quien sigue azotando al Yanacona fuera de toma con el tupuwe usado para la percusión de su kulxug: “¡Wigka, awigkado!” le grita ella. Volvemos a Chucky, luego las imágenes confusas de un altercado de vuelta en la sala de reuniones. Nuevamente el mazo azota.

¿De donde recupera estas imágenes la Lotty? El logotipo de “TVN”, Televisión Nacional de Chile en el margen inferior derecho de algunas imágenes yerra la proveniencia. Puedo suponer de buena fe que algunos de los planos son recogidos también del documental Apaga y vamos (2005) del director catalán Manel Mayol, quien también estuvo rodando durante este enfrentamiento.

A continuación, aparece en las capturas la activista pewence Patricia “La Chepa” Troncoso Robles, vestida con camisa de franela y pezkiñ sobre la cabeza; el xariwe bien amarrado al vientre. Firme opositora del extractivismo en general y de Endesa y el embalse de Ralco en particular, sus reiterados enfrentamientos con el gobierno cafiche la llevaron a ser apresada como prisionera política en la cárcel de Angol, y a realizar una huelga de hambre de 112 días entre 2007 y 2008. Compañera y confidente en momentos de profundo desconocimiento y persecución quien me ha brindado su palabra solidaria, ver su valerosa imagen en esta obra me emociona profundamente. Con su furia Pewence transforma la taza de café y el plato de loza ―buena para servirle la once al dueño de fundo― en arma de sabotaje contra el capitalismo y su muerte medioambiental, avalanzándolas contra autoridades de Endesa escondidas tras una puerta de escape. Junto con la papay observamos cómo golpean la losa en hastío contra la puerta y la mesa de reuniones, tal como momentos antes veíamos rebotar el mazo del remate. Comprendemos que no existe posibilidad de acuerdo o de transa ante el exterminio de la tierra y su gente.

Es así como cohabitan y se compenetran líneas de vida en la obra de Lotty. Las resistencias de Claudia Marín o de Patricia Troncoso, quienes se develan como poetas parias que aúllan grito preciso en contra de la necropolítica de la extracción. La cruz, la “x” que es el quiasmo de los fantasmas del colonialismo que se cruzan con las posibilidades de vida alojadas en el arte del presente.

Referencias

aliwen, “Una barricada para la crítica”, Crítica de barricada I. Cuerpx, escritura y visualidad en el Chile contemporáneo, Santiago, Sangría Editora, 2021, pp. 15-88.

Coz, Alejandra. La Jabalina, Santiago, Filacteria, 2021.

Eltit, Diamela. “Sobre las acciones de arte: un nuevo espacio crítico”, Umbral (Nueva Época), volumen 3, octubre 1980, pp. 23-27.

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Co-laborar

Autor: Diamela Eltit

DESDE HACE PRÁCTICAMTE 25 años realizamos trabajos en co­laboración con Lotty Rosenfeld. Primero como integrantes del grupo CADA (1979-1985), en pleno período de la dictadura mili­tar, junto a Juan Castillo, Fernando Balcells y Raúl Zurita, don­de nos volcamos a pensar la relación entre arte y política a partir del diseño de una serie de intervenciones urbanas en las que se interrogaba críticamente tanto el soporte tradicional del arte como, a su vez, la violencia infligida por la dictadura so­bre el cuerpo social chileno.

Ese trabajo realizado colectivamente, sin firmas individua­les, fue la primera experiencia de una posibilidad estética en donde la autoria quedaba relegada en aras de una producción establecida en conjunto. Desde luego, la urgencia política que recorría esos años me refiero a los años «duros» de la dictadu­ra militar- volvía conceptualmente indispensable la noción de grupo y la incursión en la práctica colectiva en un momento en que lo colectivo estaba bajo sospecha.

Mientras el grupo CADA estaba en funcionamiento, inicia­mos en su interior, con Lotty Rosenfeld trabajos en colabora­ción. Ya en 1981, realizamos una obra que resultó ganadora en un certamen que fue firmada en conjunto, la instalación: «Tras­ paso Cordillerano». Se trataba de una unión de prácticas: lite­ ratura y visualidad frente a las cuales quisimos borrar las fron­teras disciplinarias puesto que ambas asumimos la obra en su totalidad mediante la firma «doble».

Luego de la disolución de grupo CADA ya contábamos con una experiencia y una trayectoria temporal que nos permitió continuar incursionando en proyectos conjuntos y, a la vez, seguir manteniendo vigentes preguntas en torno a los proble­mas y desafíos que plantea el quehacer en medio del proyecto neoliberal y sus demandas mercantiles. Básicamente las interrogantes transcurrían y siguen transcurriendo en torno a la conformación de escenarios estéticos móviles que recojan y proyecten sentidos culturales críticos.

Desde luego, independientemente de estas colaboraciones, Lotty Rosenfeld continuaba de manera sistemática con su tra­bajo visual, como también yo con mi trabajo literario.

Después de casi 25 años esa colaboración no se ha inte­rrumpido. Más aún, una parte de nuestro hacer continúa liga­ do en nuevas y diversas producciones.

Hoy, estas colaboraciones mayoritariamente transcurren en el ámbito «profesional». Lotty Rosenfeld realiza documentales sobre distintas materias que le solicitan instituciones, en los cuales yo actúo como guionista, lo cual implica mantener una interlocución sistemática por las frecuentes y exhaustivas re­ uniones para afinar el curso de los trabajos.

SoN MÚLTIPLES Y GRATIFICANTES los alcances de esta colabora­ción. En primer término, haber logrado mantener una relación de amistad y de trabajo sin quiebres ni menos crisis a lo largo de una cantidad considerable de años. A menudo el llevar adelante proyectos creativos lesiona las relaciones personales porque sur­ gen diferencias que resultan insalvables. No ha sido así en nuestro caso. En parte -así lo creo- porque existió el antecedente CADA que pudo consolidar metodológicamente una práctica producti­va gestada en medio de una urgencia política. Quiero decir que la situación social era tan imperativa que lo «personal» quedó relegado ante el dictamen de producir en esas condiciones.

Pero, a la vez, la difícil y adversa condición política generó una política de trabajo -la apuesta por la producción- y fue esa política y su larga elaboración la que nos ha permitido trabajar de manera fructífera en el curso de estos años.

Sin embargo comprendo que nuestra colaboración ha sido puesta a prueba en innumerables oportunidades. Entonces me propongo abordar ahora el territorio de los problemas.

PIENSO -PUEDE SER una actitud en cierto modo «paranoica»– que el sistema (así, en general, de forma inespecífica) no es proclive al trabajo común. En parte porque las estructuras ca­pitalistas se fundan en las obras individuales y, más aún, la noción de autor y autoría se inscriben como una huella orde­ nadora y jerárquica en el interior del sistema artístico. Enton­ces, la colaboración y sus bordes difusos atentan e incomodan este sistema porque, en algún lugar, surge una impureza que «devalúa» la obra, al poner en crisis los límites cómodos y verificables en que transcurre la producción individual.

Entonces estos trabajos, de una u otra manera, son recepcionados como una curiosidad, un ensayo, una experien­ cia particular que necesita ser leída en el marco de un universo mayor que los excede. Más que una ampliación creativa, este tipo de producciones cae, paradójicamente, en un menos, en un entre, en ese territorio fronterizo que resulta impreciso y casi inanalizable.

Por otra parte, los análisis que se ejercen ante trabajos en colaboración parecen centrarse no en torno a la obra, sino más bien alrededor de cuáles serían aquellas características que per­mitirían pesquisar una autoría. Autoría que, precisamente, las obras ponen en juego. Y esta lectura, en último término, ex­ terna, lleva a una zona confusa en que queda en entredicho la colaboración misma y su resistencia.

CoMo SEÑALÉ, DESDE hace 25 años Lotty Rosenfeld y yo colabo­ramos en diversos proyectos. Muchos de ellos transcurrieron fuera de los sistemas y las instituciones artísticas. Durante la época de la dictadura, nos volcamos a algunas tareas de índole política solidaria (afiches, lemas, guiones, puestas en escena) que circu­laron por espacios públicos sin que se estipulara la autoría y menos aún que eran producciones hechas en colaboración.

El de esos años fue un trabajo plenamente anónimo, libe­rado a una gramática clandestina antidictatorial. Su producti­vidad radicaba precisamente en su inserción política, en la ma­nera en que un afiche, una leyenda, una determinada concep­tualización que provenía de saberes estéticos, se inscribía en el circuito político de manera eficaz.

En este sentido y desde este lugar ingreso a otro terreno conflictivo: el problema de género.

Cito ahora esas colaboraciones que entonces nos parecían imprescindibles y necesarias desde una ética política. Nuestros trabajos eran absorbidos y apropiados por las organizaciones partidarias que solicitaban nuestra participación en interven­ciones que requerían de textualidades e imágenes.

Sin embargo, en el mismo ámbito -la lucha política y su

relación con el arte cuando se trataba de artistas hombres, en general, las organizaciones políticas y relevaban estas partici­paciones y, más aún, la firma del artista contribuía a dimensionar y enaltecer el reclamo social que el acto propiciaba.

En nuestro caso, más bien, los diversos trabajos parecían citar la antigua labor asistencial que le fue adjudicada al sujeto femenino por la cultura. De alguna manera nuestras colabora­ ciones eran percibidas como análogas al trabajo doméstico, una forma de solidaridad «menor» o «natural» hecha para en­ gTandecer la labor política y, en la medida que no se valida­ ban culturalmente las autorías, se borraba su cruce con las es­téticas provenientes del arte.

No cabe duda que este procedimiento era percibido como natural y secundario por el espectro político que nos convoca­ba a estas funciones, debido única y exclusivamente a una con­ ducta problemática ligada a la asimetría de género: se trataba de dos mujeres que, además, trabajaban en colaboración y en ese sentido, el prestigio o la posibilidad de prestigio simbólico que alcanzaban el afiche o el lema o la puesta en escena eran prácticamente inexistentes.

Nosotras éramos convocadas más bien por nuestra «respon­sabilidad» y «buena disposición», lo cual de ninguna manera constituía una mala fe expresa de quienes nos pedían estos trabajos, puesto que estas instancias políticas interpretaban y actuaban ciertas asentadas modalidades culturales que ponen a la mujer en un lugar subsidiario, especialmente si se entien­ de que el trabajo político pertenece a la esfera masculina y allí, inmersas en ese centro, nuestras funciones eran recibidas bajo el prisma vago de «apoyo a la causa».

Pero esta situación, fácilmente advertida por nosotras, no fue un motivo para restarnos o solicitar una forma de «recono­cimiento» en el curso de estas intervenciones antidictatoriales. En parte porque -y ya lo señalé con anterioridad- contábamos con una política de trabajo que nos permitía comprender, en­ tre otras cosas, las condicionantes de género que han rodeado todo el espectro de nuestra colaboración.

Este espacio de colaboración y activismo político, más allá de su particularidad y excepción, constituye una metáfora útil y productiva para expresar una zona conflictiva, llena de aris­ tas y sobresaltos que hemos debido afrontar en diversos espa­ cios.

No pretendo aquí dramatizar la práctica de la colaboración porque nunca las dificultades sociales han resultado un obstá­ culo definitivo para nuestros proyectos. Las limitaciones de gé­ nero han servido como un motor lúcido, como un elemento político más para enfrentar y comprender cómo se cursan los lugares sociales marcados fuertemente por tradiciones cultura­ les que portan rasgos de dominación.

Sin embargo, vuelvo al principio. A la dificultad central. Esto es cómo el sistema perturba (porque se perturba) el traba­ jo en colaboración y doblemente si se trata de mujeres. Ahora bien, si se trata de mujeres que mantienen un discurso -diga­ mos áspero o tenso- el punto radica en una cierta no tan sutil mecánica de desvaloración. Es posible prescindir de estos tra­ bajos, no incluirlos en los circuitos, evadirlos. Resultan más soslayables aún si se piensa que Lotty Rosenfeld y yo hemos realizado algunas producciones artísticas consideradas oscuras, cifradas como «¿Quién viene con Nelson Torres?», obra que menciono solo a modo de ejemplo.

PERO, LO MÁS ÁLGIDO así lo piensoradica en la colaboración misma. Como efecto político. Como arma política de cons­ trucción cultural. Me refiero a perseverar en una práctica mi­ noritaria y, en cierto modo, ambigua. Perseverar en una aso­ciación marcada por pequeños logros no exentos de desasosie­ gos que, de una u otra manera, van tejiendo una modalidad, una «posición» cultural. Quiero decir en realidad que el traba­ jo de colaboración apunta a una ampliación e incremento de los imaginarios que, mezclados, modulan un espacio «otro», radicalmente diverso al trabajo individual, porque siempre su materialización produce una doble extrañeza, una sorpresa doble.

Sin embargo, lo más importante es que entre Lotty Rosenfeld y yo se estableció una práctica, un procedimiento ya asentado que nos ha permitido ejercitar una creatividad en donde nada es exactamente de cada una, porque lo de cada una se rearticula y se pierde y se diluye y lo único que resta es cómo surge una producción cuyo efecto ambivalente resulta tan ajeno y tan cercano.

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Investigación: Prácticas situadas e imagen en movimiento: Sobre la obra Moción de Orden de Lotty Rosenfeld.

Autora: Alexia Tala

En el año 2001, la artista chilena Lotty Rosenfeld realizó la obra Moción de Orden (2002), en Santiago de Chile consistente de varias intervenciones para una videoinstalación expandida hecha de múltiples proyecciones en diversos espacios, públicos e institucionales. El Museo de Bellas Artes, Museo de Arte Contemporáneo, Galería Gabriela Mistral y Centro Cívico de Santiago, en el metro de Santiago, camiones, muros, etc. Además del Estrecho de Magallanes, fueron intervenidos por 10 reproductores multimedia, 10 de DVD y 16 fuentes sonoras.

Si pensamos sobre el lugar del video en las prácticas situadas, me parece importante pensar este trabajo en particular teniendo en mente la trayectoria de la artista. Dos razones dominan mi motivación para comentar esta obra. Primero, en relación a su naturaleza misma, la intuición de su condición formalmente “híbrida”: la obra como un terreno idóneo para abrir preguntas sobre la relación entre el soporte audiovisual y la intervención site-specific. Segunda, tiene relación a la memoria artística, a lo que el trabajo de Lotty Rosenfeld significa en términos históricos: Una Milla de Cruces sobre el Pavimento (Santiago, 1979), la “intervención madre” que ha dado origen a todo el corpus de su obra. Hoy esta obra se ha vuelto mítica en la historia de la intervención urbana en el Chile dictatorial y un hecho clave en la comprensión del arte contemporáneo latinoamericano, por cargar en sí misma la memoria de las formas de resistencia cultural en contextos de violencia de Estado que caracterizaron a los países del continente entre las décadas del 60 y 80. En estas coordenadas, es importante el vínculo directo que esta primera intervención tiene con su participación en el Colectivo de Acciones de Arte (CADA). El paradigma que abren las acciones urbanas de este colectivo interdisciplinar, formado por Rosenfeld, el artista Juan Castillo, el sociólogo Fernando Balcells, la escritora Diamela Eltit y el poeta Raúl Zurita representa un capítulo fundamental en las producciones de la neovanguardia chilena, como parte de lo que la teórica Nelly Richard llamó como “escena de avanzada”.

Estas dos cosas se relacionan internamente. Hay una suerte de traspaso, de diálogo entre lo visual y lo espacial que toma forma por medio de la intervención en este trabajo que me parece necesario examinar; y las cruces, que concentran la investigación de Rosenfeld y cuya multiplicación ha dado origen a diversas otras obras, tienen un desdoblamiento inusual en Moción de orden. Se trata de una obra compleja, compuesta por varias partes, y que se diferencia en su formato con creces del resto de los trabajos de la artista. Leerlo en la clave correcta, por tanto, debe pasar necesariamente por comprender la vinculación con las cruces. Propongo aquí que las cruces son el núcleo que parece demandar una especie de corporización: pasar de lo visual a lo espacial empujándose un formato

hacia el otro. Esta videointervención representa un paradigma dentro del trabajo de la artista –que salvo intervenciones como Estadio Chile I, II y III (2009) que incorpora elementos sonoros, siguen más o menos las mismas operaciones–, ampliando su “archivo vocabulario” al espacio. Y esto tiene que ver con cómo Moción de orden pone en funcionamiento simultáneo distintos usos de los soportes.

Pero antes que todo, antes de argumentar esta sentencia, es necesario no solo describir esta obra sino contextualizar su aporte dentro de la genética artística de su autora. Como decía más arriba, el 2019 se cumplieron cuarenta años de la primera intervención de Lotty Rosenfeld la que no solo representa el gran hilo conductor de su propuesta, sino que también ha permitido con los años sumar complejidad a sus interpretaciones, consolidando su importancia dentro de la producción artística latinoamericana. Dicha acción aparentemente simple, fue demostrando su potencia en tanto ganaba densidad simbólica en la medida que se proponía en distintos contextos y momentos. Hoy podemos ver retrospectivamente todas ellas y pensar la operación estructural de la cruz dentro del universo de su obra como una columna vertebral. Vale describir brevemente en qué consistió. Una Milla de Cruces sobre el Pavimento, corresponde a la intervención de la línea discontinua en la calle Manquehue, en la zona oriente de la ciudad de Santiago de Chile, con líneas perpendiculares blancas adheridas a la calle, como dice el título, una a una durante una milla, formando el signo +. Un mes después Rosenfeld realiza una video proyección en el mismo lugar cuyo contenido es el registro de la intervención en video y en 35mm, en dos pantallas instaladas en la misma calle a modo de letreros camioneros. El “acto de desobediencia” ejercido sobre el signo público se concentra en el signo mismo: la naturaleza del signo +, se trata de un signo rígido que la marca abre a su reinterpretación (voto electoral, cruz de muerte, etc.). La intervención de una milla fue realizada en otros tres lugares (Kassel 2007; Cali 2008; New York 2008) y repetida como intervención de una sola cruz en diferentes países, durante cuarenta años.

La obra Una milla de cruces sobre el pavimento está presente directa o indirectamente en todas las obras que le siguen y Moción de orden es la primera vez en donde la imagen y la materialidad de la cruz es sustituida (una excepción es quizás Propuesta para (Entre) cruzar espacios límites (1983) que realiza entre la frontera de las Alemanias, donde la artista completa la cruz con su propio cuerpo.

Primero una descripción general. Moción de orden es un todo de varias partes que involucra registro de intervención, intervención con registro de intervención y videoproyección como montaje en sala. En sus dos versiones, una realizada en Santiago de Chile (2002) y la otra en Sevilla (2013). La obra consiste en un video que muestra a su vez la video proyección de una fila de hormigas sobre el helipuerto de una plataforma petrolera ubicada en medio del mar del Estrecho de Magallanes. Sostenido desde una grúa hacia abajo, mientras la cámara filma desde un helicóptero, en el video proyectado el camino de las hormigas es interrumpido por un dedo, formando un signo +, que rápidamente se desordena. El “no” del gesto alude a la transgresión ante las formas de disciplinamiento del poder. Aquí se retoma la idea de la resistencia no violenta que vemos trabajada de distintas maneras en el resto de sus obras. El audio de este video lo componen diferentes sonidos (mezclados ruidos radiales, grillos, el sonido del mar), pero sobresale el monólogo de una mujer, correspondiente al monólogo de Molly Bloom en el Ulises de James Joyce, interpretado por Diamela Eltit. A las imágenes de las hormigas se le suman otras como: noticieros de televisión e imágenes documentales históricas. Guantánamo, Mohammed Ali, Bush, los francotiradores de Bosnia, imágenes de representantes mapuches que fueron utilizadas en una obra anterior, La Guerra de Arauco (2001), aparecen entremezcladas. De fondo se repite la frase “Este país no tiene memoria, realmente no tiene memoria”. Esta obra dentro de la trayectoria de Lotty significa un paso importante –quizás incluso una especie de desvío– en la utilización de los soportes, y se destaca dentro del corpus de trabajo principalmente por ello.

A lo largo de su trabajo podemos identificar que Lotty Rosenfeld ha desarrollado dos líneas de trabajo. La primera corresponde al aspecto audiovisual propiamente. En general se da en la forma de un cuerpo de imágenes compuesto de fragmentos provenientes de diversa procedencia (internet, televisión, producción propia), que se articulan mediante estrategias de montaje. Hay, en esta línea de trabajo una reflexión autónoma en torno a: 1) la imagen-fragmento; 2) la composición y el montaje;

3) y quizás más importante, la noción de archivo (que retomaremos más adelante). En esta línea es donde el video explora mayormente sus posibilidades expresivas, poéticas, narrativas y estéticas.

Desde acá se explora la idea de que el poder de las imágenes se articula no a partir de sí mismas, sino del montaje de varias imágenes, como si estas se activaran a partir de su vínculo forzado, generando ejercicios dialécticos. Estos, ante la acumulación de archivos y más archivos, no se detienen y producen una nueva relación dialéctica, un efecto de interpretación siempre dinámico. Hito Steyerl en Los condenados de la pantalla dice que “Es una total mistificación pensar en la imagen digital como un reluciente clon inmortal de sí misma. Por el contrario, ni siquiera la imagen digital está fuera de la historia. Porta las heridas de sus colisiones con la política y la violencia (…) Las heridas de las imágenes son sus fallas técnicas, sus glitches, las huellas de sus copiados y transferencias. Las imágenes son violadas, rasgadas, sujetas a interrogatorio y puestas a prueba. Son robadas, recortadas, editadas y reapropiadas. Son compradas, vendidas, alquiladas. Manipuladas e idolatradas. Agraviadas y veneradas. Participar en la imagen significa ser parte de

todo eso”1. De ahí viene el concepto que recuerda de la “imagen pobre” un reducto de mala calidad que viaja por internet. Esa materialidad disponible, de la que se alimenta la obra de Lotty Rosenfeld, se halla también en dicha condición y no solo en su contenido, sino también en la pérdida constante de su aura, en su carácter transitorio, imagen siempre dispuesta a ser apropiada.

El segundo punto, no desmarcado totalmente del primero, tiene que ver con las intervenciones de la cruz en el espacio público, las que son registradas con el soporte fotográfico y audiovisual. El uso del soporte está aquí más del lado de la documentación de la intervención, siempre efímera ya que sin registrarse no podría sobrevivir en el tiempo. En estas acciones en el espacio público, se mantiene el soporte pero supeditado a rescatar ese aquí y ahora que es condición de la intervención pública. Aquí el signo de la cruz es el protagonista, y la reflexión es ese mismo signo irrumpiendo lo público, profanando y negando su orden a partir de la señalética, una porción mínima de la calle. Estas, como toda obra site-specific, reflexiona el lugar según el contexto. Las relaciones del signo con el espacio, abocan la dimensión histórica y política de los lugares y puntos específicos intervenidos. La condición de site-specific se da en este diálogo contextual que el signo genera: un No+ aquí es algo, allá es otra cosa.

¿Qué ocurre con Moción de Orden y la hace tan especial? Ambas líneas, la ligada a la creación audiovisual y la del registro de intervención, tuvieron un momento de encuentro muy peculiar en esta obra. Es una video-intervención y al mismo tiempo un archivo visual que se auto-refiere. Es importante destacar esta “capa de uso”, la de los registros de obra siendo auto-apropiados en versiones futuras de video, donde se entremezclan las imágenes producidas con las encontradas. Es así como la artista hace que el archivo se alimente de sí mismo y crezca exponencialmente, expandiendo lo que he llamado anteriormente de “Archivo Vocabulario”.

Esta es una cuestión transversal en la obra de Lotty, lo vemos ocurrir en varias obras. De ahí que su trabajo pueda leerse como un único gran archivo, como dijimos, en constante ampliación y desarrollo que incorpora a su vez, registros de las propias obras. Pero esta práctica recurrente

1 STEYERL, Hito. Los condenados de la pantalla. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Caja Negra, 2014, p.57.

tiene en el caso de Moción de Orden un “origen” audiovisual, un video de carácter conceptual que proyectó en un aislado espacio real, el de la petrolera, que se va a amplificando de acuerdo al desarrollo de la obra. Es una auto-referencia expandida doblemente: la intervención que ocurre en el espacio público es incorporada al video, este video vuelve a aparecer en el espacio público, el que vuelve a aparecer en el montaje de la video-proyección en la sala de exhibición.

Aquí llegamos a una cuestión fundamental, que tiene que ver con el universo de la instalación que se abre en cada montaje en sala, donde el video se dispone a pensar también el espacio sensorial del “cubo blanco”. Hay múltiples de posibilidades y esto tiene que ver con la naturaleza misma del trabajo y lo que ella permite. En este sentido, los futuros montajes de una obra como ésta permanecen en la paradoja del “montaje abierto”: la obra crece en su archivo pero siempre está dispuesta a ampliarse como también a reducirse.

En el montaje en sala de Moción de orden, una vez ejecutadas las video-intervenciones y obtenido sus respectivos registros, consistió en lo siguiente: en una primera sala cinco pantallas con filas de hormigas, a la derecha otras cinco pantallas con las otras imágenes. En otra sala solo el video correspondiente a la intervención en la petrolera en Magallanes. Como ya dijimos, en el montaje posterior se incluyen imágenes de las intervenciones. La solución que Lotty pensaba poco tiempo antes de fallecer para un tercer montaje es sumamente sugerente, la idea de adicionar un carrusel de diapositivas que muestren las intervenciones con las hormigas en las distintas locaciones. Este montaje posible, nos ayuda a entender un poco más la importancia de la post-producción en términos instalativos en la experiencia de la obra y el carácter no solo acumulativo sino autopoético de su obra

¿un montaje que incorpora otros elementos instalativos en relación a lo que se suma –las nuevas imágenes– continúa siendo la misma obra? Pensado desde los soportes, sus funciones y sus resultados ¿qué es entonces Moción de orden? La respuesta de la artista es taxativa: todo en su conjunto, un conjunto que siempre busca crecer.

El factor de reincorporación de documentación de registro entonces, adquiere una dimensión artísticamente propositiva en la parte de su presentación. Lo que intento decir con esto es que si bien el terreno en el que Moción de orden debe pensarse es siempre desde la noción de video expandido, es también el campo de ese “camino de vuelta” que son las decisiones formales e incluso técnicas el ingreso de este al espacio expositivo lo que no debe desatenderse. La experiencia de un espectador en un lugar u otro, con unos elementos en vez de otros, modifican no solo el sentido de la obra en un aspecto visual-sensorial (el espacio), sino también las relaciones que el contenido visual (imagen) establece. Ambos necesariamente, como se dijo, imbricados por la experiencia de la práctica situada que es el origen de todo. Este es el valor de

obras como Moción de orden, ese diálogo necesario entre las dos líneas, intervención y registro, que va mostrando posibilidades de interpretación y experiencia física y sensorial. Exactamente en ese lugar es donde se destaca el mérito y la audacia de Lotty para pensar la relación entre las prácticas situadas y el video.

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