Co-laborar

Autor: Diamela Eltit

DESDE HACE PRÁCTICAMTE 25 años realizamos trabajos en co­laboración con Lotty Rosenfeld. Primero como integrantes del grupo CADA (1979-1985), en pleno período de la dictadura mili­tar, junto a Juan Castillo, Fernando Balcells y Raúl Zurita, don­de nos volcamos a pensar la relación entre arte y política a partir del diseño de una serie de intervenciones urbanas en las que se interrogaba críticamente tanto el soporte tradicional del arte como, a su vez, la violencia infligida por la dictadura so­bre el cuerpo social chileno.

Ese trabajo realizado colectivamente, sin firmas individua­les, fue la primera experiencia de una posibilidad estética en donde la autoria quedaba relegada en aras de una producción establecida en conjunto. Desde luego, la urgencia política que recorría esos años me refiero a los años «duros» de la dictadu­ra militar- volvía conceptualmente indispensable la noción de grupo y la incursión en la práctica colectiva en un momento en que lo colectivo estaba bajo sospecha.

Mientras el grupo CADA estaba en funcionamiento, inicia­mos en su interior, con Lotty Rosenfeld trabajos en colabora­ción. Ya en 1981, realizamos una obra que resultó ganadora en un certamen que fue firmada en conjunto, la instalación: «Tras­ paso Cordillerano». Se trataba de una unión de prácticas: lite­ ratura y visualidad frente a las cuales quisimos borrar las fron­teras disciplinarias puesto que ambas asumimos la obra en su totalidad mediante la firma «doble».

Luego de la disolución de grupo CADA ya contábamos con una experiencia y una trayectoria temporal que nos permitió continuar incursionando en proyectos conjuntos y, a la vez, seguir manteniendo vigentes preguntas en torno a los proble­mas y desafíos que plantea el quehacer en medio del proyecto neoliberal y sus demandas mercantiles. Básicamente las interrogantes transcurrían y siguen transcurriendo en torno a la conformación de escenarios estéticos móviles que recojan y proyecten sentidos culturales críticos.

Desde luego, independientemente de estas colaboraciones, Lotty Rosenfeld continuaba de manera sistemática con su tra­bajo visual, como también yo con mi trabajo literario.

Después de casi 25 años esa colaboración no se ha inte­rrumpido. Más aún, una parte de nuestro hacer continúa liga­ do en nuevas y diversas producciones.

Hoy, estas colaboraciones mayoritariamente transcurren en el ámbito «profesional». Lotty Rosenfeld realiza documentales sobre distintas materias que le solicitan instituciones, en los cuales yo actúo como guionista, lo cual implica mantener una interlocución sistemática por las frecuentes y exhaustivas re­ uniones para afinar el curso de los trabajos.

SoN MÚLTIPLES Y GRATIFICANTES los alcances de esta colabora­ción. En primer término, haber logrado mantener una relación de amistad y de trabajo sin quiebres ni menos crisis a lo largo de una cantidad considerable de años. A menudo el llevar adelante proyectos creativos lesiona las relaciones personales porque sur­ gen diferencias que resultan insalvables. No ha sido así en nuestro caso. En parte -así lo creo- porque existió el antecedente CADA que pudo consolidar metodológicamente una práctica producti­va gestada en medio de una urgencia política. Quiero decir que la situación social era tan imperativa que lo «personal» quedó relegado ante el dictamen de producir en esas condiciones.

Pero, a la vez, la difícil y adversa condición política generó una política de trabajo -la apuesta por la producción- y fue esa política y su larga elaboración la que nos ha permitido trabajar de manera fructífera en el curso de estos años.

Sin embargo comprendo que nuestra colaboración ha sido puesta a prueba en innumerables oportunidades. Entonces me propongo abordar ahora el territorio de los problemas.

PIENSO -PUEDE SER una actitud en cierto modo «paranoica»– que el sistema (así, en general, de forma inespecífica) no es proclive al trabajo común. En parte porque las estructuras ca­pitalistas se fundan en las obras individuales y, más aún, la noción de autor y autoría se inscriben como una huella orde­ nadora y jerárquica en el interior del sistema artístico. Enton­ces, la colaboración y sus bordes difusos atentan e incomodan este sistema porque, en algún lugar, surge una impureza que «devalúa» la obra, al poner en crisis los límites cómodos y verificables en que transcurre la producción individual.

Entonces estos trabajos, de una u otra manera, son recepcionados como una curiosidad, un ensayo, una experien­ cia particular que necesita ser leída en el marco de un universo mayor que los excede. Más que una ampliación creativa, este tipo de producciones cae, paradójicamente, en un menos, en un entre, en ese territorio fronterizo que resulta impreciso y casi inanalizable.

Por otra parte, los análisis que se ejercen ante trabajos en colaboración parecen centrarse no en torno a la obra, sino más bien alrededor de cuáles serían aquellas características que per­mitirían pesquisar una autoría. Autoría que, precisamente, las obras ponen en juego. Y esta lectura, en último término, ex­ terna, lleva a una zona confusa en que queda en entredicho la colaboración misma y su resistencia.

CoMo SEÑALÉ, DESDE hace 25 años Lotty Rosenfeld y yo colabo­ramos en diversos proyectos. Muchos de ellos transcurrieron fuera de los sistemas y las instituciones artísticas. Durante la época de la dictadura, nos volcamos a algunas tareas de índole política solidaria (afiches, lemas, guiones, puestas en escena) que circu­laron por espacios públicos sin que se estipulara la autoría y menos aún que eran producciones hechas en colaboración.

El de esos años fue un trabajo plenamente anónimo, libe­rado a una gramática clandestina antidictatorial. Su producti­vidad radicaba precisamente en su inserción política, en la ma­nera en que un afiche, una leyenda, una determinada concep­tualización que provenía de saberes estéticos, se inscribía en el circuito político de manera eficaz.

En este sentido y desde este lugar ingreso a otro terreno conflictivo: el problema de género.

Cito ahora esas colaboraciones que entonces nos parecían imprescindibles y necesarias desde una ética política. Nuestros trabajos eran absorbidos y apropiados por las organizaciones partidarias que solicitaban nuestra participación en interven­ciones que requerían de textualidades e imágenes.

Sin embargo, en el mismo ámbito -la lucha política y su

relación con el arte cuando se trataba de artistas hombres, en general, las organizaciones políticas y relevaban estas partici­paciones y, más aún, la firma del artista contribuía a dimensionar y enaltecer el reclamo social que el acto propiciaba.

En nuestro caso, más bien, los diversos trabajos parecían citar la antigua labor asistencial que le fue adjudicada al sujeto femenino por la cultura. De alguna manera nuestras colabora­ ciones eran percibidas como análogas al trabajo doméstico, una forma de solidaridad «menor» o «natural» hecha para en­ gTandecer la labor política y, en la medida que no se valida­ ban culturalmente las autorías, se borraba su cruce con las es­téticas provenientes del arte.

No cabe duda que este procedimiento era percibido como natural y secundario por el espectro político que nos convoca­ba a estas funciones, debido única y exclusivamente a una con­ ducta problemática ligada a la asimetría de género: se trataba de dos mujeres que, además, trabajaban en colaboración y en ese sentido, el prestigio o la posibilidad de prestigio simbólico que alcanzaban el afiche o el lema o la puesta en escena eran prácticamente inexistentes.

Nosotras éramos convocadas más bien por nuestra «respon­sabilidad» y «buena disposición», lo cual de ninguna manera constituía una mala fe expresa de quienes nos pedían estos trabajos, puesto que estas instancias políticas interpretaban y actuaban ciertas asentadas modalidades culturales que ponen a la mujer en un lugar subsidiario, especialmente si se entien­ de que el trabajo político pertenece a la esfera masculina y allí, inmersas en ese centro, nuestras funciones eran recibidas bajo el prisma vago de «apoyo a la causa».

Pero esta situación, fácilmente advertida por nosotras, no fue un motivo para restarnos o solicitar una forma de «recono­cimiento» en el curso de estas intervenciones antidictatoriales. En parte porque -y ya lo señalé con anterioridad- contábamos con una política de trabajo que nos permitía comprender, en­ tre otras cosas, las condicionantes de género que han rodeado todo el espectro de nuestra colaboración.

Este espacio de colaboración y activismo político, más allá de su particularidad y excepción, constituye una metáfora útil y productiva para expresar una zona conflictiva, llena de aris­ tas y sobresaltos que hemos debido afrontar en diversos espa­ cios.

No pretendo aquí dramatizar la práctica de la colaboración porque nunca las dificultades sociales han resultado un obstá­ culo definitivo para nuestros proyectos. Las limitaciones de gé­ nero han servido como un motor lúcido, como un elemento político más para enfrentar y comprender cómo se cursan los lugares sociales marcados fuertemente por tradiciones cultura­ les que portan rasgos de dominación.

Sin embargo, vuelvo al principio. A la dificultad central. Esto es cómo el sistema perturba (porque se perturba) el traba­ jo en colaboración y doblemente si se trata de mujeres. Ahora bien, si se trata de mujeres que mantienen un discurso -diga­ mos áspero o tenso- el punto radica en una cierta no tan sutil mecánica de desvaloración. Es posible prescindir de estos tra­ bajos, no incluirlos en los circuitos, evadirlos. Resultan más soslayables aún si se piensa que Lotty Rosenfeld y yo hemos realizado algunas producciones artísticas consideradas oscuras, cifradas como «¿Quién viene con Nelson Torres?», obra que menciono solo a modo de ejemplo.

PERO, LO MÁS ÁLGIDO así lo piensoradica en la colaboración misma. Como efecto político. Como arma política de cons­ trucción cultural. Me refiero a perseverar en una práctica mi­ noritaria y, en cierto modo, ambigua. Perseverar en una aso­ciación marcada por pequeños logros no exentos de desasosie­ gos que, de una u otra manera, van tejiendo una modalidad, una «posición» cultural. Quiero decir en realidad que el traba­ jo de colaboración apunta a una ampliación e incremento de los imaginarios que, mezclados, modulan un espacio «otro», radicalmente diverso al trabajo individual, porque siempre su materialización produce una doble extrañeza, una sorpresa doble.

Sin embargo, lo más importante es que entre Lotty Rosenfeld y yo se estableció una práctica, un procedimiento ya asentado que nos ha permitido ejercitar una creatividad en donde nada es exactamente de cada una, porque lo de cada una se rearticula y se pierde y se diluye y lo único que resta es cómo surge una producción cuyo efecto ambivalente resulta tan ajeno y tan cercano.